Mientras estuve en el huevo no me falto el calor que me proporcionaban mis padres en el nido. Un día, con gran esfuerzo, rompí el cascarón y me enfrenté a un mundo ruidoso en el que hacia frio aunque mi madre y mi padre, por turnos, procuraban aliviarlo. Además, el continuo ir y venir de ambos me traía toda suerte de delicias como ratones, lagartijas y pajaritos para alimentarme.
Llegó el día en que ya me encontré capaz de emprender mi primer vuelo. Un corto paseo, todo fue bien. Muy animado, al día siguiente, me decidí a volar más lejos. Mientras contemplaba el paisaje desde las alturas me sorprendió el descubrir una enorme culebra que se deslizaba sobre un camino hecho de dos rayas paralelas e interminables que brillaban al sol. Se movía muy rápidamente y de cuando en cuando emitía un sonido agudo quizá para marcar su territorio. También vi un enorme escarabajo blanco corriendo veloz sobre un rio inmóvil, duro y gris. Su marcaje lo hacía emitiendo un humo algo negro que salía de su parte posterior que, claro está, olía fatal. Sobre los campos unos monstruos verdes se afanaban en cortar la hierba para luego…no comérsela! En un claro de un bosque había algo de lo más curioso. En torno a una hoguera, descansaban unos grandes bichos redondos y de diferentes colores de cuyas tripas salían y entraban unos seres que caminaban erguidos. Estos sí que marcaban su territorio como siempre lo he visto. Aquí y allá, hacían pis sin el menor escrúpulo.
Volví a mi nido pensando en la estupidez de muchos animales. Que manía con poner límites a todo. No necesito marcar mi territorio. Cuando salgo a volar, me siento el dueño del viento, de las colinas, de los ríos….
Seguramente ésta será una de esas «brillantes» ideas de los que llaman…… humanos.
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