Las ratas
Por Cipriano Lorenzo de Ara Rodríguez
Enviado el 02/12/2021, clasificado en Drama
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“Puedo más que tú. Me las como. Crudas. Tú pones cara de no querer. Te las comes a la fuerza. Mírame. Los ojos abiertos. Mastico con fuerza. Y no engaño. No te engaño. Me gusta comer estas ratas grandes de ciudad. Nunca serás como yo. Jamás.”
Mi hermano lo que fue incapaz de ver es que las ratas y yo teníamos el mismo objetivo. Comer ratas o matarlas por placer es una bravuconería del hombre que se miente a sí mismo. La ratas con ojos color sangre y negras dominan el mundo y yo me muevo como ellas, pienso como ellas. El cáncer y el miocardio me le traen floja. La muerte es el hombre del saco para ratitas de laboratorio.
Ellas y yo somos inmortales como la poesía. ¿Qué pensaban ustedes? Las ratas y yo leemos novelas, ensayos, poesía. Leemos las guías turísticas que nos dicen más o menos acertadamente qué lugar de Soria, Cuenca y Teruel son los más despoblados. En verdad que nos complace la soledad. Hablar pausadamente de nuestras cosas. Deleitarnos con el silencio de las horas muertas. Pero también es verdad que cuando nos entra el hambre nos movemos con rapidez y somos despiadadas. Recorremos largas distancias entre las sombras de las peores pesadillas. Somos hermanas de los hombres que nos odian y nos persiguen. Portadoras de verdades, pero nuestros hermanos dicen que son enfermedades.
Mi hermano ha muerto.
“Le llamo para que lo sepa. Está sobre la cama. Muerto. Naturalmente. La esposa llora. ¿La oye usted? No puedo hacer nada para que calle. Y dice unas cosas muy raras. ¿Puede usted acercarse cuanto antes? Necesitamos que esté aquí. Su hermano ha muerto. Ha sido el corazón, según dicen. Estaba bebiendo, viendo el partido en la tele cuando hizo puf. Cayó al suelo y ha costado Dios y ayuda llevarlo en la cama. Perdón; reciba mi más sentido pésame.”
Dejamos de hablar. Ha llamado al fijo. Cuelgo. Las ratas entran en casa sin llamar. Y millones de ellas estaban aquí desde siempre. Ellas no han sido las culpables del parón de la patata de mi hermano. Están quietas. Los ojos fijos en mí. La vida en rojo. Me gustaría ser el pirado de esa película con un hotel maldito y una nevada de campeonato. La mujer, el niño, los fantasmas. Un resplandor así y con las ratas susurrándome qué escribir.
Si mi hermano ha muerto, será verdad, entonces, que tenía un hermano. No recuerdo su cara. No recuerdo cómo se llamaba. Pero me acuerdo de la que dice ser la esposa. Me la follé tantas veces. Le gustaba la polla en la boca y en el culo y le gustaba meterme los dedos en mi culo. Una rata más. Gorda, fumadora. Los dientes amarillos y un aliento vacío de vida. También recuerdo que hacía tortilla de papas. Tengo hambre. Para chuparse los dedos. Y unos queques del diez, también. ¡Tengo hambre! Y le gustaba tragar y tragar el chichón seco a partir de las once de la noche. Y no paraba hasta la una, o la una y media. Se dormía en el sofá y roncaba. A veces, dormida, me la follaba. Luego no sé dónde coño iba a yo a parar. Aquí donde estoy ahora no, seguro; no. Ni hablar.
Me han dado las señas y ya voy.
Sí, es él. Mi hermano. Mucho más joven que yo. Guapo, alto, con bigote. No sé quién es. Todavía. Me enseñan fotos y más fotos. Ni puta idea. Francisco. Se llama. Se llamaba Francisco. Como nuestro padre. ¿Tuve padre? Una rata seguro que fue mi madre.
Me dan el pésame. Me besan algunas mujeres. Me abrazan algunos hombres. Hay niños que corren. Y las ratas corren también. Pero nadie ve ratas. Cosa rara.
La esposa corre hacia mí y me abraza como una lapa. Me mete mano. Me besa. La lengua hasta el páncreas. Está sufriendo. Me lleva al baño y follamos.
“No sé cómo ha podido suceder. Tan fuerte. Ni un signo de nada. Te lo juro. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez? Desde la última vez que nos vimos, quiero decir. Se sube las bragas. Se las vuelve a bajar para mear de pie en la bañera.
Habla, mea y llora al mismo tiempo.
Quiero matarla.
Las ratas nos miran. Las ratas conocen todos mis pensamientos. Ven lo que pienso, lo que sueño.
“No has cambiado nada. Él querría que te quedaras con los libros.”
No sé leer. Todo el mundo sabe que no sé leer. Pero sí, ese hombre que está muerto en la cama querría que me quedara con los libros.
Me llaman escritor y no tienen idea. Las ratas se descojonan cuando en la editorial dan el sí y exclaman esto, y esto otro. Y se vende el librito de puta madre. Las ratas se mueren de risa.
Y yo río con ellas. No sé leer. No sé escribir. Pero los libros se leen y se venden y a mi cuenta corriente llega el dinero. Y sigue llegando el dinero aunque pasen siglos sin publicar una frase. Una palabra.
Me lleva a un cuarto y me enseña una montaña de libros. Un ocho mil de libros y más libros. ¿Cuántos libros hay aquí? Por lo menos unos diez. ¿Se pueden leer diez libros en una vida? ¡Qué barbaridad! Las ratas comienzan a aburrirse. Y yo.
Volveré mañana. Cuiden de él. Es mi hermano. Lo quería mucho. Él me quería también. Todos esos libros son míos. Él lo quiso así.
En la calle somos miles de millones de ratas moviéndonos por una ciudad que ya tiene la peste en el cuerpo. En el alma. En la vida.
Regreso al piso y las cucarachas siguen merodeando. Las aplasto. Inocentes, pero las aplasto. Hay cinco centímetros de espesor de cadáveres por aquí y por allá. ¿Cuántas cucarachas? No sé contar.
Continuará
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