Misterio de Navidad

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Santa no podía dormir. Por lo general era de los que caían dormidos sobre la almohada para no abrir los ojos hasta el alba, pero cuando se acercaba el mes de noviembre sufría en sus carnes el mal del desvelo. En esos casos se levantaba sigiloso de la cama pues su esposa era de sueño ligero y ya en el taller, con una taza de chocolate humeante ante él, trabajar en el tallado de una nueva locomotora de juguete.

La señora Claus conocía la causa de su insomnio. Desde hacía ocho años el genio de la ilusión recibía a principios de noviembre una carta en la que un niño llamado Miguel Abadejo le pedía con letra grande y redondeada una locomotora de madera. Hasta ahí todo normal en una vida tan especial como la de Santa Claus, si se dejaba de lado lo temprano de la petición. El quebradero de cabeza surgía porque el ruego no iba acompañado de dirección alguna donde entregar el regalo. ¡Ni siquiera el nombre le aparecía a Santa en su libro de los niños del mundo! Y mientras tanto las locomotoras sin entregar acumulaban polvo en uno de los estantes del taller, molesto recuerdo de una petición no satisfecha.

 

—Querido. Acaba de llegar la carta pero...

—¿¡Pero…!?

Aquello se salía de la norma. Jamás en todos esos años había habido motivos para un «pero» y con emoción contenida, no exenta de una buena pizca de incredulidad, Santa cogió la carta que le alargara su esposa. ¡Por fin! Sobre su blanca superficie, bajo un sello por donde se asomaba la soprano Montserrat Caballé, una mano de mujer había escrito una dirección con el código postal del pequeño municipio de Alcalá de Riacebo, en la comarca de Los Alcores. El enigma estaba a unos pocos miles de kilómetros de ser descifrado.

—Querida. Como no querrás quedarte esperando noticias...

—¡Faltaría más!

—...vamos a necesitar unas ropas menos llamativas y una nueva identidad.

—Siempre quise llamarme Martta.

—¿No te gusta tu nombre?

—En absoluto.

—A mí sin embargo me resulta muy… atractivo.

—¡Anda ya, vejestorio! Prepara el trineo mientras yo voy a buscar las ropas. Y ve pensando qué vas a hacer con la barba.

—¿La barba?

 

—Así es. Miguel es residente nuestro desde que su hija María nos confió su cuidado.

Silvia Justo, directora de la residencia Otoño dorado, atendía curiosa a la extraña pareja de ancianos. Tras presentarse como Niklas y Martta, responsables de comunicación de Santa Claus Village, el pueblo navideño levantado en Finlandia, le habían preguntado en un español cargado de acento por el misterioso Miguel.

—Entonces nos hallamos ante un lamentable error —afirmó desolado Santa—. Nosotros buscamos un niño de unos catorce años.

—En mi experiencia como madre de dos adolescentes, creo que «niño» no es la palabra más adecuada para esas edades.

—En mi experiencia como…  responsable de comunicación, la infancia perdura hasta en las madres de dos adolescentes —respondió el anciano, su afilada mirada fija en los ojos de la directora, quien sintió cómo ilusiones que creía olvidadas se removían en su interior como gatitos recién despiertos.

—Miguel Abadejo, dicen.

—Exacto. Tenemos una carta suya.

—¿Puedo…?

—Por favor.

—Querido Santa —leyó Silvia en voz alta—. Este año me he portado muy bien y me gustaría que me trajeras un tren de madera. Te quiere, Miguel. Es la letra de nuestro Miguel, sin duda.

—¿Pero cómo puede ser? ¿Podríamos hablar con él?

—Aunque tuviera el consentimiento de su hija, Miguel hace mucho que vive encerrado en su propio mundo interior. En ocasiones le da por escribir, por eso he reconocido la letra. Lo que no puedo explicar es cómo ha llegado esta carta hasta ustedes.

»Quizás Paloma, la enfermera que lo asiste, pueda ayudarnos. Si me disculpan.

Una joven de pelo oscuro y rostro redondeado acudió a la llamada de la directora. La pobre chica se puso lívida cuando Silvia le explicó la razón de la presencia de aquellos dos extraños.

—Fui yo quien la envió. ¿Han venido desde tan lejos por mi culpa?

—No debes preocuparte, querida. Estamos de vacaciones y nos pillaba de paso —improvisó la señora Claus para tranquilidad de la desolada joven—. No buscamos culpables, solo resolver un misterio.

Paloma explicó cómo a finales de octubre encontró tan entrañable carta en el cuarto del anciano. Tras comentárselo a su hija María, quien recordó cartas similares durante los últimos años que Miguel vivió con ella, no creyó hacer mal alguno si la enviaba, escribiendo en el remite la dirección de la residencia.

—Parece ser un recuerdo relacionado con su infancia, de cuando le pidió a Papá Noel un juguete que no le trajeron los Reyes Magos.

—¿Siempre en octubre? —preguntó Santa.

—Eso es.

—¿Por qué octubre?

—Me temo que no lo sabremos nunca.

Tras la relevación todos guardaron un triste silencio.

—Miguel tiene mucha suerte de tenerte a su lado, querida —afirmó Santa—. Bueno, señora Cla... Martta, debemos irnos. Ya hemos molestado bastante a estas jóvenes.

—Por supuesto, Niklas. Les agradecemos enormemente su ayuda.

—¿Querrían ver a Miguel? —ofreció la directora tras pensarlo unos segundos—. Creo que a María no le parecería mal, dadas las circunstancias.

El anciano nunca tuvo conocimiento de la visita del matrimonio Claus, sumido como estaba en su mundo de ensoñaciones, pero aquella Navidad el abeto de la residencia Otoño dorado amaneció misteriosamente con un pequeño tren de madera para Miguel. 

 

B.A.: 2021


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