Había una viuda que tenía una casa en medio de un pequeño territorio. Aunque vivía en condiciones humildes solía viajar por el mundo. Un día durante uno de sus viajes encontró un tesoro con mucho oro y decidió llevarlo a casa para esconderlo en el techo. Durante el camino de retorno a su hogar encontró a un pobre viejo pordiosero a quien, conmovido por la misericordia, lo trajo a vivir a su humilde hogar. Al poco tiempo, un mafioso poderoso se enteró del tesoro y decidió asaltarla para robar y matar a toda su familia. La viuda, consciente de que venía a por ella, intentó cambiar el lugar donde había guardado su tesoro, pero al final reconoció la imposibilidad de este hecho. Por eso decidió renunciar al tesoro e incluso a su casa y territorio. Se acercó al mafioso abriéndose paso entre los secuaces y le dijo lo siguiente:
«Grande señor, con gusto te cedo todo mi territorio y el tesoro escondido en el techo de mi casa, pero te pido que cuides del pobre viejo que habita allí. Nosotros, si nos permites, viajaremos a otro país».
El mafioso, conmovido por el generoso gesto, se puso a llorar, le concedió la vida, le dejó ir en paz y adoptó al pordiosero.
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