La vida nunca fue justa. En un mundo pretencioso y egoísta, las esperanzas de salir a flote por medios propios y honestos, nunca fueron opción. Así que en mi sueño de vivir de mis escritos (o al menos ser una periodista local sin mucho renombre), se vio frustrado por las bajas expectativas que mis padres tenían de mí y de mi futuro, me llevaron a caminos que, en un abrir y cerrar de ojos, me llevaron a conocer el lado más oscuro y grotesco de la vida. Pero la vida de perros y gatos que llevaban mis papás no es la causa principal de mis malas decisiones, la culpa la tengo yo por no haber sido fuerte nunca. Ni en los momentos que más lo demandaban.
Conocí a Alfredo cuando yo tenía 19 años y él 43. Me mostró un mundo tan opuesto al que conocía, lleno de comodidades y extravagancias; sin prisas y efímero al mismo tiempo, un mundo donde yo era una reina y todos habrían de servirme. Pronto comencé a avergonzarme de mis orígenes y aborrecía las mañanas en las que amanecía en la misma habitación con mi madre y sus ojos morados. Me hice tan ausente en casa de mis papás que ya ni los gatos me reconocían si entraba de madrugada en puntillas. Las maravillas que Alfredo puso a mis pies tenían un precio que en un principio fue muy difícil pagar: sexo. Yo tenía bien presente, desde que descubrí que mis genitales servían para algo más que orinar, que no me acostaría con nadie hasta que no estuviera enamorada. Yo nunca estuve enamorada de Alfredo, pero sí de lo que me daba. Recuerdo haber llorado horas entre sus brazos después de aquella primera vez. Él me abrazaba y decía que ya me acostumbraría, que sabía que era un hombre feo y sin atractivo alguno. Esa noche me hizo prometerle que fingiría placer aunque no lo sintiera.
Fingir no me hizo la vida más fácil, pero me dio más de lo que yo había tenido algún día. No importaba que tan retorcida fuera la fantasía de Alfredo, siempre la pagaba con una buena cena y una tarde de compras sin límite.
No pude abandonar la rutina de aquel cuarentón frustrado supuestamente por su esposa, ni cuando me enamoré verdaderamente de un compañero de la universidad. Salí con él un par de veces, tuve citas normales, sin besos ni sexo, sin caricias interesadas y sin miradas que desnudan. Fue tan extraño, fue tan nuevo. Después de nuestra última cita, me vi al espejo y me dije que él era demasiado para mí. Ya no me avergonzaba mi origen ni mi pasado; me avergonzaba lo que era ahora. A mi cuerpo lo inundaba la pena de la persona en la que me había convertido: un juguete sin otro valor más que el sexual.
Lloré aquel corazón roto en silencio, lloré mi existencia con alaridos.
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