¡Es la gente la que no existe!

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Se quedó quieta. Bajo la lluvia. Quieta durante días. Con sus noches. Sin comer. De pie. El viento racheado quebraba árboles. Y él mirando desde la ventana del dormitorio. Sin atreverse a bajar. Pero calentito. Le dolían los pies. Pero calentito. Tenía hambre. Pero calentino. Y ganas de dormir, por supuesto. Pero calentito.

Las dos tumbas abiertas, esperando por los cadáveres. Ellos.

La conversación transcurrió así.

Tres días antes.

Te mato primero y luego me mato yo. ¿Qué te parece?

Bien.

No fallaré. Lo juro. Un disparó aquí. En la frente. Y luego yo. En la boca.

Pero primero me darás sepultura.

Claro. Antes de dispararme te daré sepultará. Mucha tierra. Pero mucha, amada mía.

Sí. Así me quedo más tranquila. Bueno, más tranquila no; tranquila del todo, mi vida.

Y ya sabes que hablé con el nigeriano del mercadillo. A mí, como a ti, me parece una buena persona. Vendrá una hora antes y tomará algo con nosotros.

Ahora no recuerdo cómo se llama. Es que no logro recordar su nombre.

No pasa nada. Yo tampoco recuerdo cómo se llama. Pero esa gente de África es mucho más inteligente que nosotros.

¿Ah, sí?

Por supuesto. Lo que pasa es que son… psá.

¿Qué quieres decir?

Viven en otro mundo. Están a otras cosas. Como si habitarán en otra dimensión. Lo material, que para nosotros es…

Muy importante, natural.

Pues para ellos, como para los hindúes, es algo bueno, sí, pero no lo más bueno de todo.

La salud es lo más bueno.

Ellos la salud…psa.

¿Y son más inteligentes?

Muchísimo más inteligentes.

¿Y por qué se vienen hasta aquí? Dicen que en busca de una vida mejor. Casa, trabajo, sanidad, familia, democracia. Lo dicen siempre que responden a la pregunta.

Esos son los que vienen engañados. Que no son pocos, la verdad.

No, no son pocos. Son muchos.

Pero son buena gente también.

A mí me dan pena. Lástima. Sobre todo los niños.

Claro.

Hay que tener corazón y acogerlos, pero serían más felices en su tierra.

Lo saben, lo saben. Por esa razón los más inteligentes se quedan allí. Pero no te confundas, ¿vale? Los que llegan no son menos inteligentes. Ni hablar. Cómo te diría. A ver. Pues sí, vienen engañados por la inocencia. Porque son inteligentes pero son inocentes y son como los niños la noche de Reyes.

Mis niños.

Son como niños.

¿Y dónde tienes los tres mil euros para el negro de Nigeria?

Aquí.

Se levantó de la silla y abrió la gaveta de un mueble. Un mueble cualquiera con gavetas. Le enseñó el sobre. Contaron el dinero.

Eran felices.

Y llegó la hora. Pero el negro de Nigeria que había dicho que a las doce estaría en casa, se demoraba y se demoraba y no había motivos para esa demora. Y él había hablado con él.

Estoy llegando, señor.

Pero nunca llegó.

Entonces ella se volvió loca. Rompió cosas. Lloró y lloró. Se metió en el cuarto y siguió rompiendo cosas. Gritaba. Encendió la tele y el sonido al máximo.

Él no se movió del sitio. Sentado mirando la puerta de la casa. Abierta. Y ya lloviendo. Y ya el viento llevándose los tres mil euros.

Hasta aquí lo sucedido.

Ella trabajaba en la biblioteca del pueblo. Él trabajaba en el banco. Ella leía y cocinaba. El odiaba el dinero. Le gustaba la música clásica y el rugby.

Treinta y tres años de casados. Sin hijos.

La tercera dosis ya puesta.

Y ahí está ella. Queriendo la muerte y estar ya enterrada. Que ya ni le importaba que él siguiera con vida. Que era un cobarde, que no le quería. Que ya no le quería. Que le había engañado con su hermano, con su primero, con un vendedor de libros de Mallorca, o de Menorca. Y que se quedaba con las ganas de tirarse al concejal de Cultura. Un chico joven que decía cosas maravillosas de Pío Baroja.

Él abrió la ventana y gritó.

¡La muerte no existe!

¡Es la gente la que no existe!, gritó ella.

¡Pero…!

¡Mátama, hijo de puta! ¡Si me quieres, baja aquí y mátame de una puta vez! ¡Haz algo bueno en tu vida, jodido maricón de mierda!

Volvió a cerrar la ventana. No podía seguir escuchándola.

Y fue así, sin explicación. (¡Yo qué sé cómo decide uno a matar a la persona a la que quiere porque ella se lo pide y ha confesado todas las infidelidades y no pueden seguir viviendo juntos y ese jodido negro de Nigeria no ha cumplido con su palabra y ya han pasado tres días y el tiempo sigue empeorando y es como si el mundo se fuera a acabar con ruido y Benedetti llorando! ¡Yo qué voy a saber cómo un hombre mata a otra persona!)

Pero lo cierto es que bajó. Rápido. Con la pistola. Salió al jardín. Y mientras dio los quince pasos, no más, se fijó en la risa, en la alegría que nacía en los ojos de ella, en la blancura de sus dientes, en lo hermosa que era. Y le dio tiempo de ver una gran mierda de perro ahí mismo.

Tienes sesenta años y sigues siendo la joven que llevaba el traje estampado con flores rojas y enseñando muslo por las calles de Las Palmas.

Y se pegó un tiro. Muerto.

Y ella volvió a gritar y se volvió fea, vieja, y el viento por vez primera la movió de aquí para allá. La arrugó. Y la lluvia toda se le metió por los ojos y la ahogó a veinte metros del suelo.

Y entonces llegó el negro nigeriano y la lluvia cesó y el viento se fue a tomar por culo y enterró los cadáveres y subió al cuarto y encontró el dinero por toda la casa, pero lo encontró, claro, y se lo llevó en la cartera.

Dejó encendidas las luces de la casa. Las ventanas abiertas. La puerta abierta.

Y marchó calle abajo. Hacia el muelle. La mar como un plato, con un negro casi azul marino.  


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