El hombre al otro lado de la ventana

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Cuando era pequeña nadie supo explicarme qué eran los fantasmas y los espíritus. Para mí eran una realidad confusa y dudosa, ya que no hacían ninguna referencia sobre ellos. Yo les había sentido muy pequeña, al igual que había tenido extraños sueños escalofriantes y hasta el punto de premonitorios de mis progenitores. Mi realidad era cambiante y muy confusa. Aún recuerdo las imágenes que veía de niña, fragmentos seleccionados y sin relación donde se patenta la relación que mantenía con los padres y el mundo en global.

Recuerdo conocer a gente y que alguno no me gustara por la simple intuición. Declarar mis malos pensamientos con mi madre y que ella estuviera de acuerdos conmigo. En estas edades, cuando la mente es medio vacía y te estás construyendo una personalidad y una visión de tu alrededor, no dudaba en preguntar todo lo que me inquietaba a mi madre, a quien recuerdo claramente a mi lado permanentemente. Era reconfortante y tranquilizante saber que no estaba sola.

Cuando estaba sola y era yo contra el mundo me sentía desnuda y perdida. Los sueños, como he comentado, que tenía de vez en cuando como premonitorias, eran escalofriantes y me precipitaban a un brusco despertar. Por este motivo, las voces en la habitación no eran nada del mundo. Las sentía murmurando las noches, susurrando mi nombre y hablando entre ellas. Eran numerosas, de hombres y mujeres que interactuaban entre ellas y se dirigían a mí no sé aún por qué. Debo reconocerlo, al principio me costó acostumbrarme a ellas, pero con el tiempo se fundieron en el paisaje y las acepté como una normalidad dentro de este universo tan amplio que yo desconocía. Creía, incluso, que todo el mundo las sentía.

Una realidad sobre quién nadie hablaba porque... quizás era demasiado pequeña para saber ciertas cosas o para que la gente prefería mantenerlo en la intimidad. Ahora que lo pienso con la mente de adulta me doy cuenta que aquello no sería permanente, que la mente del niño es extremadamente imaginativa y sensitiva y que al cabo de los años las voces desaparecerían. Pero además de las voces y los sueños, había veces que veía cosas... figuras alargadas y poco definidas que huían en cuanto percibían que los veía. Salían corriendo hasta adentrarse en otras habitaciones o escondían detrás puertas. La primera vez que los vi me detuvo el corazón.

La niña, que era yo, en ese instante sí se horrorizó por la imagen. A partir de entonces, sufría cada vez que volvía a casa. Las voces en las noches no enmudecían y aunque los sueños se habían detenido, debía añadirse las pequeñas y coloridas criaturas que habitaban con toda la familia.

Un año, dos... todo explotó poco después del trágico acontecimiento. No quiero hablar del tema, pero supuso un duro golpe para todos y especialmente para mi madre y para mí. Estaba destrozada, tanto que nada me importaba. Las voces, ahora más potentes y evidentes, me estremezco y no me dejaban dormir, y las malas premoniciones sucedían cada vez que cerraba los ojos. Quería irme de aquella casa de locos, quería alejarme de toda la energía negra que la rodeaba y el pesimismo que había caído sobre mi realidad. Ya no había alegría, ni gozo, ni sonrisas, todo era gris y tétrico. Contaba con siete años entonces y sabía que mi infancia había esfumado de lo que él no estaba. No lloraba, todavía no entiendo por qué. Quise asimilar el nuevo mundo en que vivía sin pensar en nada.

No podía hablar con mi madre, era consciente de que la destrozaría. Ella tampoco me dejaba fácil para expresar todo lo que llevaba dentro. Teníamos que mirar hacia el futuro. Éramos ella y yo, y fingíamos que siempre había sido de esta manera, que él nunca había estado a nuestro lado, que la mente la olvidara para siempre en nuestro beneficio. Todo era una gran e hipócrita farsa. Creemos poder construir una vida desde cero sin tener el cuenta el pasado, nos esforzamos por conseguirlo para no sufrir y llorar ... pero a veces es necesario detenerse y hacerlo. Llorar, aunque no solucionar nada, aunque hacernos daño. Yo cambié ... ahora sé que así pasó.

Mi madre me inculcó de manera positiva o negativa firmeza y rudeza, las lágrimas no solucionaban nada, sólo eran una expresión de debilidad. Una debilidad que en ningún caso podía expresar. En ese largo período de transición, de pasar del yo niño a una especie de máquina que sólo actúa sin pensar, las voces me abandonaron. ¿Por qué lo hacían ahora que me sentía tan sola, ahora que las necesitaba? Había días que no hablaba, no me apetecía. Había días que ni siquiera pensaba... en el colegio dejaba la mente en blanco y miraba por la ventana. A veces sentía el repique de las campanas de la iglesia y me preguntaba si era por algún muerto. Las voces se desvanecieron y las creía desaparecidas hasta que un día me sorprendieron en el momento que menos me esperaba.

Estaba yo en el patio sentada en una barra de hierro que mi padre solía usar para subir a unas escaleras soldadas a la pared los días que la antena de la tele se torcía. Estaba allí como ritual silencioso.

Al día siguiente se iba de allí para siempre. De aquella casa donde tenía tantos y diversos recuerdos, especialmente buenos que sabía borrarían de la mente en unos cuantos años. Allí, plantada sin mover un solo músculo, analizando la barbacoa que mi padre a veces había encendido en comidas familiares, la tumbona sobre la que se estiraba y yo me sentaba sobre él y me contaba historias de su juventud y cómo se enamoró de mi madre, el rincón donde me regaló un anillo (que yo recuerde, porque lo perdí) mientras me relataba mitología local, percibí una caricia en la mejilla.

A continuación, una voz que no entendí murmurando, pero que me condujo a una ventana del piso abandonado de delante, todo en el mismo rellano. Fue entonces cuando lo vi, cuando pude distinguir su figura tan nítida como el cristal: me sonreía.

La sonrisa del hombre al otro lado de la ventana.


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