La ciudad de los cuervos parlantes

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Amaneci? ma?s temprano que tarde. Me habi?a adelantado al despertador y aunque pocas cosas tuviera que hacer durante el di?a, me reconfortaba aprovechar la poca luz solar que en di?as muy escasos y concretos barri?a la ciudad... No mi habitacio?n, por supuesto, pues era de pequen?o ventanal; pequen?o para limpiar de luz radiante el cuartico, pero lo suficiente para que el sol me azotara con su luz los ojos y disturbar mi ma?s que necesario y buscado letargo.

Y ahi? estaba yo, un bu?ho de grandes y profundos ojos oscuros maldiciendo los finos ri?os blancos de fina lluvia que se abocaban en mi cabeza; cabeza de cabellera grasienta y enredada. Mire? el reloj legan?osa, y recordando el an?ejo mantra: a quie?n madruga, Dios le ayuda, de mi beata y cato?lica abuela, me dije que aun y no creer en madrugones ni en seres divinos, tampoco era tan mala idea ir arregla?ndose.

No habi?a tenido buen reposo, como el lector ya se puede imaginar, un descanso que deseari?a cualquier hijo de vecino; pla?cido lleno de idi?licos suen?os fanta?sticos e inacabables. Por ma?s motivos de los que pueda enumerar o reconocer, llevaba meses sin encontrar el porto?n de las realidades nocturnas, ma?s bien me habi?a hundido, junto a mis suen?os, en un poso profundo e infinito pez como el alquitra?n.

No obstante, el cuerpo tomo? posesio?n de mis ansiosos y deseos de no moverme un a?pice de la posicio?n fetal que soli?a tomar cada noche, y antes de tener tiempo siquiera de lavar mis legan?as en sendos ojos acuosos, ya me encontraba sentada al borde de mi lecho, alza?ndome y yendo a la cocina a tomar mi primer cafe? de gusto amargo y de mala cualidad. Y tras vestirme, cerre? la puerta del piso tras de mi?, en un eco profundo como entonando la mu?sica del cansancio y hasti?o a la vida y a la existencia, que pesaba sobre mi como dos grandes pedruscos sobre los hombros, sintiendo tambie?n dos tersos cordones que me tiraban de los tobillos para volver atra?s, en mi camastro de colcho?n inco?modo y parpadeantes luces de colores ca?lidos.

Me percate? de mi apresurado plan por salir cuando toque? suelo firme y alce? el rostro al cielo: una densa y turbia capa nubosa abrazaba amorosa el sol que escupi?a ti?mida sus pocos y fieros hijos a la tierra. No era mal di?a para dar un rodeo. No era un mal di?a para nada. Soy afortunada: me dije a la vez que me dirigi?a a tomar el autobu?s para ir al Botanical Garden, a veinte minutos de distancia si los autobuses Lothian eran compasivos y sobre todo... puntuales. Ensimismada en las ri?tmicas canciones que soli?a escuchar para aislarme de los esti?mulos exteriores (me importa catego?ricamente un carajo lo que sucede a mi alrededor) me confundi? de parada. Maldije. Maldije nuevamente. (Me encanta maldecir gratuitamente) Y tuve que rectificar avanzando dos calles ma?s por Princes Street, subiendo por Hanover Street, calle en la cual tuve una revelacio?n o recibi? alguna clase de mensaje divino. Suelo dejarme llevar por la racionalidad ma?s absoluta, y por supuesto que no pienso que aquel momento fue colocado a propo?sito para ensen?arme algo, simplemente me divierte la idea de que asi? sea... No soy mucho de creer en semejantes pamplinas, pero a algo tienes que aferrarte cuando tus ilusiones y/o esperanzas se han ido por las alcantarillas. El buen clima, adema?s, me lanzo? a tomar aquel camino sin dilacio?n. Recuerdo que seri?a un lunes por la man?ana (tal vez martes, no ando muy segura); pocos transeu?ntes y menos compradores por la principal calle comercial de la ciudad (decepcionantes a su vez), luz natural, pocas nubes en el horizonte y una ti?mida brisa seductora y adecuada compan?era para dar un paseo por la playa.

Au?n no he comentado el dardo del destino que se me lanzo? consciente que al lector le resultara? vacuo y altamente intranscendental, pero para una servidora, en aquellos momentos llenos de incertidumbre y desesperacio?n, verlo dio cierto sentido de obligatoriedad impuesta que me reconforto?; asi? pues y sin mayores rodeos, contar que cuando me dirigi?a a la parada adecuada para ir al Botanical Garden, como una liebre escurridiza en mitad de la noche, otro tomo? su lugar de estacionamiento y aguardo? a que los viajeros toma?ramos asiento (me incluyo porque me senti? apelada a ello), bus direccio?n «Cramond» y para ser ma?s exacta «Cramond Beach», u?nica playa decente y relativamente cerca a la ciudad de Edimburgo que por aquel tiempo conoci?a. Suponi?a ser un trayecto de 30 minutos, minuto arriba minuto abajo, pero nada importaba con tal de volver a ver una playa de nuevo en primera persona, incluso no siendo una de mis playas arenosas y de aguas ca?lidas y en calma del Mediterra?neo, nada importaba si volvi?a a respirar su brisa de nuevo.

Como he comentado, Cramond Beach no era un paraje de arena y palmeras, tampoco esperaba que lo fuera: rocas mohosas, cortos paseos de arena fina, un islote de tierra y roca conectada a la costa durante la marea baja, fuertes y repentinas rachas de viento... pero igualmente con un encanto salvaje y exo?tico a mis gustos que no pude abstenerme de fotografiar.

Yo era un alma solitaria dando tumbos de un lado a otro con una ca?mara en mano rodeada por una veintena de parejas paseando a sus perros o disfrutando tambie?n de estar alejados de la oprimente y angustiosa ciudad: simpa?ticos escoceses que al verte con una sonrisa en los labios te ganaban los buenos di?as (yo correspondi?a), nin?os pequen?os tratando de dar sus primeros pasos o trastrabillando en el intento, traviesos y juguetones canes apresura?ndose al mar...

Entre aquella fauna tambie?n me encontraba yo avanzando con lentitud por el paseo mari?timo con una pizca de an?oranza por mi playa mediterra?nea de mi vida y con cierta sensacio?n de liberacio?n en el alma, cuando un cuervo adulto reposo? a mi lado, nervioso y agitado. Se detuvo. Me miro? y yo lo mire? a e?l. En silencio con los graznidos vibrantes de sus compan?eros ma?s alla? en el cielo azul. Cautelosa, saque? mi ca?mara para inmortalizar el momento, pero el cuervo no querri?a ser fotografiado porque avanzo? unos pasos por delante de mi? y me dio la espalda. Agito? el pico y bateo? lentamente las alas, con intencio?n de desaparecer... pero ahi? permanecio?, brinda?ndome el placer de detenerme a su altura. Ya ma?s relajado al percibir que no volveri?a a intentar tomarle una foto se me quedo mirando unos largos segundos, tan largos que parecieron minutos.

Crei? entender sus pensamientos, crei? entender la paz que aquello que proporcionaba... crei? entenderlo vagamente. No obstante, mi destino era la tierra firme y el suyo era el cielo inabarcable. Una bandada rompio? nuestra conexio?n, y e?l siguio? su camino con el resto de sus hermanos y hermanas. Se dirigi?an al sur... de nuevo a la ciudad, al igual que yo, quien quince minutos ma?s tarde volvi?a a escuchar mu?sica en el autobu?s de vuelta.

Incomprensiblemente, ambos volvi?amos como aves que regresan a su nido... a la ciudad de los cuervos parlantes.


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