Los hombres de mi vida han sido una lección innecesaria de dolor que la vida me mandó para comprender que no debo amar a nadie más de lo que me amo a mí misma. Debí haberlo sabido desde siempre, pero en su lugar, preferí desmoronarme por otros. Entregué sin medida lo que no tenía (o sea amor) y más temprano que tarde, pagué un precio bien alto por ofrecer a medio mundo algo de lo que carecía.
Yo era la presa perfecta para hombres que sólo buscaba mujeres necesitadas de amor; no para dármelo, sino para manejarme como mejor les pareciera. Y así fue, terminé como una marioneta, creyendo que eso era amor -el más honesto, de hecho-. Nunca fui capaz de ver que se me usaba más como objeto de placer que de confianza, ni siquiera cuando siempre era la última en enterarme de ciertas cosas.
Mis amantes fueron el trago amargo de lo que se suponía, debía ser dulce -o al menos agridulce-. Hoy entiendo que el amor romántico es algo más que dar y menos que desvivirse por otro; pero no aprendí a la primera, tuve que caerme más de un par de veces hasta que la lección cicatrizó en mi piel.
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