VENGANZA

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El imponente patio interior, de lo que hasta hacía sesenta años antes fue la mayor abadía hispánica en el mundo, sucumbía bajo la primera tormenta del invierno de 1994.

El ensordecedor y repetitivo golpeteo de las frías gotas de agua sobre su majestuoso suelo de piedra, apagaron el sonido de las campanas, que repiqueteaban al marcar las doce de la noche en el sencillo reloj de su torre norte.

Santa Soledad, era el nombre que había adoptado al convertirse en la primera clínica psiquiátrica que abría sus puertas, a aquella inhóspita enfermedad, en el primer tercio del Siglo XX .

 

Aún siendo la primera tormenta que azotaba la comarca desde hacía nueve meses, era, sin ninguna duda, la más tenebrosa y oscura de la última década.

 

La luz de la moderna linterna que sostenía alzada, en su mano derecha la enfermera  Silvia Verona, no podía escudriñar más allá de diez metros bajo la espesa lluvia. Cuando, tras haber terminado su dura jornada de trabajo de aquel viernes Santo, en el interior de su estéril cuarto e incomodada por el infernal ruido que emitía el agua golpeando la enorme ventana acristalada de su estancia, creyó oír los más aterrados gritos que un ser humado podría expresar nunca.

 

–es imposible- se repetía, mientras recorría el estrecho e interminable pasillo que unía el ala de servicio con el edificio principal.

 

El gélido aire que entró al abrir la puerta de la cocina central, que daba justo al rincón sur del enorme patio, agravó su estremecido estado de ánimo. Forzando la vista a izquierda y derecha, intentaba recorrer todo el perímetro bajo la tupida cortina de agua que había aparecido desde media tarde. Las piernas se le aflojaron cuando creyó ver una oscura silueta en el centro del patio a unos setenta metros de distancia. “Nada ni nadie debería estar bajo aquella intemperie, y menos a aquellas horas”.

 

Reticente y asustada, cogió un chubasquero de detrás de la puerta, decidida a averiguar si sus ojos la habían engañado. Y tras recorrer unos veinte pasos, volvió a escuchar el infrahumano y terrorífico alarido que jamás escuchara antes.

 

Paralizada bajo aquel aguacero, no podía creer que aquella oscura figura, de la que ahora incluso había podido escuchar su infernal queja, repitiera su nombre, como en un quejoso bucle.

Mientras su cerebro le decía que se diera la vuelta, su corazón no podía creer estar escuchando las inconexas suplicas de, Joe, el celador nocturno.

 

Poco a poco, recupero la distancia que la separaba de aquella figura, convencida que la voz que acababa de escuchar era del joven Joe Simentos, la nueva adquisición de la Institución desde la jubilación de su anterior vigilante nocturno. En un instante rememoró el poco aguante del que había dado muestras, en el mes que llevaba como encargado de los casos más graves y peligrosos, y de su enorme incompatibilidad con la esencia de aquel sanatorio.

 

Al llegar por su espalda, no pudo ver con claridad porqué estaba sentado, inmóvil, bajo la tempestad más salvaje que viera en los cincuenta años de su contrato como asistente del Doctor Meyers, en aquel longevo edificio.

 

Cuando al quedarse enfrentado a él, y ver en su rostro, primero: el miedo que reflejaba al mirar la única ventana encendida de las habitaciones de los pacientes, y, segundo: el dolor que padecían sus pies clavados al suelo y a la silla de madera, que empezaba a hincharse debido a la enorme humedad expuesta.

 

Incluso con la cruel realidad que tenía ante ella, no pudo más que quedarse mirando hacía la luz que emitía la única habitación encendida del edificio secundario, donde Samuel Bergara, el enfermo más difícil y peligroso de los ciento tres que debían estar sedados y durmiendo a aquellas horas, parecía saltar y bailar  junto a la ventana de su cuarto…

 

La tormenta prosiguió lanzando agua contra las frías baldosas del patio interior, mientras los servicios médicos despegaban de su suelo a Joe Simentos, nuevo celador de la veterena Institución Psiquiátrica “Santa Soledad”.


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