Gen. Primera parte.

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Akodo Gen llegó a la aldea recordando a la pequeña e inocente Koko. Recordando su adorable aspecto descuidado, sus zuecos de madera oscuros y gastados, sus piernas flacas y sus viejas ropas de hija de campesina. Recordando el amplio sombrero de paja con el que se cubría cuando ayudaba a su madre en el arrozal, y los cabellos lacios, sueltos, negros, que salían de él. Su rostro sonriente, su enorme sonrisa alegre y su risa contagiosa. Él la llamaba “sonrisa llena de dientes”, metiéndose con ella. Y entonces Koko se reía y le pegaba en el hombro, débil, como la niña que era.


El pueblo era pequeño, y se veía iluminado tenuemente por la luz de la luna. Tenía una sola calle, plagada de casas de madera a un lado, y con un paupérrimo puerto fluvial en el otro. El río, amplio y tranquilo, traía una brisa de verano que transmitía una engañosa sensación de paz y que combaba con parsimonia las altas briznas de hierba que crecían en la linde. La luna, grande, blanca, brillante, se veía reflejada en el ancho río como si realmente estuviera pintada allí, inmutable.

 

Gen había vivido mucho. No llevaba la cuenta, pero éste era, quizás, su quincuagésimo verano. Había combatido en la guerra de los Nueve Años, donde había perdido muchos amigos y compañeros. Había perdido a su esposa y a su hija durante el parto. Y había perdido su honor cuando su señor le relegó a tareas indignas, ya que ahora estaba mayor, y muchos samurai jóvenes habían tomado el relevo. Seis largos años había soportado el deshonor de carecer de meta. Su Daimyo se había olvidado de él, y por eso se había convertido en un viejo solitario, triste, que pasaba las horas paseando y rememorando viejas batallas. Lo único que atenuaba su soledad era la pequeña que le visitaba al atardecer, una sencilla campesina llena de inocencia e ingenuidad, con un padre borracho y jugador que había desaparecido dejándole como dote una madre rota y un montón de deudas.


Mientras sus pisadas crujían sobre el camino de tierra, avanzando lentamente, se lamentaba de su pobreza. Con gusto hubiera pagado las deudas que debía la familia de Koko si hubiera tenido dinero, y con gusto la hubiera acogido bajo su protección si hubiera disfrutado del respeto que merecía. Siempre había sido recto en su proceder, y había seguido el Bushido a rajatabla. Pero se le llamaba inflexible, se le difamaba en susurros tanto como se le exaltaba en persona, y los jóvenes, que nunca habían pisado un campo de batalla se burlaban de sus métodos y de sus palabras.

 

Pensó en las burlas que recibiría si acogía bajo su techo a una hija de otro hombre, y se echó atrás pensando que además le haría un flaco favor a la pobre Koko. “Me equivoqué”, pensó con cansancio, “quizás podría haber impedido todo esto”.


Un viejo perro se revolcaba sobre un informe montón de tripas de pescado en un muelle de madera junto al río, pero se incorporó de inmediato cuando vio caminando la figura de Gen. Pasos cansados pero firmes, un kimono azul con un deslucido estampado de león, un deslustrado peinado de samurai, un cuerpo enjuto y gastado, frágil, quebradizo por el frío de más de sesenta inviernos. Pero llevaba la muerte en la mano. Fría, larga, afilada, bruñida y brillante a la luz de la luna, destellando como un espejo, desenfundada. Un viejo samurai. Se miraron como hermanos, y Gen se paró sólo durante un momento. Luego siguió su camino, pensativo.


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