El linyera.

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El linyera.

 

Era un día primaveral. El linyera llegó a la plaza luego de un largo recorrido en busca de botellas, y se sentó, como de costumbre, mirando hacia la avenida. Abrió la bandolera de cuero agrietado (rescatada de un basurero), sacó el libro de puntas retorcidas y cruzando las piernas huesudas retomó la lectura que había dejado en suspenso.

La plaza comenzó a poblarse, pero el bullicio parecía no existir en el mundo de aquel lector sumergido en su mar de letras, hasta que un estruendo paralizó a las almas y las llamó a silencio.

¡Una grave colisión entre un motociclista y una camioneta!

Inmediatamente después del susto, los visitantes de la plaza y los ocasionales transeúntes se agolparon alrededor de la tragedia, a excepción de nuestro lector que, a pesar de haber sido alterado por la explosión, permanecía inmóvil en su banco.

Un joven se acercó hasta él y le preguntó sobre lo sucedido, y como quien hace una parada, se sentó a su lado. El hombre simplemente respondió que desconocía los detalles del accidente.

Llegaron las ambulancias. El motociclista aún estaba con vida, aunque en estado de inconsciencia. El conductor de la camioneta, ileso, pero en shock.

Las autoridades policiales buscaban información a través de los presentes. Todas las versiones eran distintas.

El joven permanecía junto al linyera escuchando las conjeturas de los más cercanos. No había testigos que aportaran datos concretos y se mostraba molesto ante la posibilidad de que no se llegara a la verdad, como en tantos casos similares. 

No había cámaras de seguridad en la zona; sólo un minucioso peritaje podría aclarar, tal vez, el grado de responsabilidad de los protagonistas del hecho.

Como era de esperar, un oficial de policía se acercó a nuestro personaje para interrogarlo, pues estaba sentado justo frente al siniestro. Desafortunadamente en el momento de la colisión estaba absorbido por su lectura, de modo que no era una pieza relevante. Sin más insistencia, el oficial se retiró.

El ambiente ya no era el mismo. La tarde estaba cayendo y el linyera no podía distinguir las letras de la apasionante historia. Guardó el libro, miró al joven en profundo sueño, tomó la arpillera y se marchó con destino a algún rincón que le diera cobijo durante la noche.

Se levantó al alba y se encaminó hacia el puesto de diarios para ojear los titulares. Encabezaba la página de policiales el accidente del día anterior con la lamentable noticia del deceso del motociclista en el trayecto al hospital.

Consternado, comentó al quiosquero que había sido testigo indirecto de aquella tragedia.

Continuó leyendo y al ver la imagen abajo del informe, sus piernas se aflojaron y cayó sobre la silla de tiento.

¡Era el rostro de aquel joven sentado a su lado en la plaza!

Sin decir palabra se incorporó y tratando de enderezar la marcha se dirigió a la seccional que había intervenido en el accidente. Buscó al oficial que lo había interrogado, pues necesitaba saber si había visto al joven sentado en su banco en aquel momento. El policía respondió negativamente y que de haber habido alguien más, también lo hubiera interrogado.

La posibilidad de desvarío lo aterraba.

¿Tantos años de vivencias callejeras, devorando páginas, con ruido en las tripas estarían pasando la factura? ¿Era tiempo del desquicio? Cómo distinguir entre fantasía y realidad, entre perturbación y verdad. Gracias al divague no muere en la víspera quien anda a la deriva.

Retomó la rutina como pudo con la bolsa a la rastra, y con la mano en la barbilla rumbeó hacia el depósito donde entregaba los plásticos a cambio de una miserable paga.

Comenzó a vaciar la arpillera y de entre las botellas cayó un papel doblado en varias partes. Cosa extraña, pero allí estaba. Lo abrió con recelo y en el interior decía:

“No hay esperanza de justicia. Me arrebataron la vida, ayer, en la avenida”.

 

Alma Leds.

 

 

 


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