Buscando a mamá.

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Uno.


Aquel día había sido un poco extraño. Ya comenzó de forma anómala. No sonó el despertador. La multa en el coche. Y su mensaje. Necesitaba una copa. Todo iba mal. Mi vida estaba revuelta. No sabía si yo iba cabeza abajo o era el mundo el que estaba así. Quería desaparecer. Irme varios días. Alejarme del ruido…de mi ruido que no me dejaba escucharme. Necesitaba sentir…pensar.
La cabeza bullía de pensamientos, recuerdos… Ese mensaje. Y los recuerdos. Intentaba entenderme. Entender lo que bullía en mí… Pero se me resistía… Ese mensaje que me rondaba. Qué podía significar. Qué quería transmitirme.
Por unos instantes decidí que no daría marcha atrás. Esta vez estaba decidido a enfrentarme. No saldría huyendo como era habitual en mí. Y seguí caminando hasta la dirección que me había facilitado. Además se trataba de un sitio público, una cafetería.
Los recuerdos del último adiós bombardeaban mi corazón. Parecía un chiquillo. Me acerqué despacio, como a hurtadillas y le susurré un imperceptible hola.
Se giró y vi en sus ojos que no me reconocía. Unos ojos totalmente distintos a los que yo recordaba. Pero claro. Habían pasado treinta años. Lo mismo le pasará a ella, pensé. No hay nada más de verdad que unos ojos. Cuando he notado en su mirada el cambio, seguro que ella también lo ha notado en los míos.
De repente, casi sin haber terminado el saludo, metió su mano en el bolso y sacó una cartera y de la cartera una foto de un chaval. Sin mediar palabra la ha tendido. Su mano temblaba. La cogí y la miré.
La cara del fotografiado era pálida. La tenía llena de granos. El pelo oscuro y su mirada a través de unos ojos pequeños y oscuros que me sobresaltaban. Eran los ojos de mi padre, duros y brillantes. Por unos momentos me entraron nauseas. La acidez me dolía en la boca del estómago. La úlcera volvía a rugir. Rápidamente me arrepentí de estar allí, de haber ido, de haber escuchado el mensaje del contestador. No había sido una buena idea. Lo intuía. Me sentía mareado. Ni siquiera sé qué pude balbucear. Ella me miraba como esperando. Y fue en ese momento cuando me di cuenta de lo vieja que estaba. Las enormes ojeras debajo de lo que fueron aquellos ojos azules que tantas veces recordé. Las manos delgadas, llenas de venas. Su boca, antes llena de palabras y besos dulces, ahora irreconocible parecía una mueca mal pintada. Le devolví la foto.
Treinta años. Se dicen pronto. Pero transcurrieron en un instante a través de mi mente. No me salían las palabras, mis brazos paralizados. Sólo fui capaz de mencionar un pequeño murmullo con su nombre. No creo que me oyera. Sin embargo su mirada era la misma. Eso sí que no había cambiado. La misma que cuando nos dijimos adiós hacía tantísimo tiempo.
Escuché mi nombre y un hola lejano, casi imperceptible. Tenía que volver a la realidad, frenar la tormenta de imágenes en mi cabeza. No era un buen día para ejercitar la musculatura mental, la resaca todavía seguía haciendo vibrar las neuronas como si estuvieran en un microondas y ella estaba allí, treinta años después.
Y la interminable pregunta, la que todas las mañanas al abrir los ojos me he hecho durante treinta años. Esa pregunta que me ha corroído el alma y me ha estado apretando el corazón. Ahora podría hacerla. Me atrevería. Y la pregunta era simple. Por qué.
Tantos porqués. Y quizá el más acuciante, el que me oprimía las sienes era el por qué ahora. Ahora que había logrado aparcar el recuerdo, como quien aparca un coche viejo, bien es verdad (mal aparcado). Como era habitual en mí. Pero más mal que bien, podía levantarme por las mañanas y no sentir la maldita opresión en el pecho que no me dejaba respirar de otro tiempo. Ya había olvidado en mis sueños aquellos ojos claros color de cielo. Quizá intuyó mi pregunta. Y mirándome me dijo. No te lo hubiera dicho nunca pero te necesito.

Dos.


De repente la puerta batiente del wáter se accionó, dejando aparecer a un individuo de mediana edad que tomó asiento junto a mi madre, cogiendo sus manos con la confianza que suele dar la costumbre. Me sentí un advenedizo; pagué el cognac que había pedido minutos antes y me fui.
Pero, por qué huir. Debía ser valiente, enfrentarme de una vez por todas a mi destino. Hice intención de regresar, pero los pensamientos me abrumaban. Dos diablillos en mi cabeza discutiendo, intentando convencerme del sí y del no. Quería ser valiente. Treinta años sufriendo eran demasiados para no cerrar el círculo de la incógnita. Comencé a retroceder sobre mis pasos y abrí la puerta. Me acerqué a ella temblando y le dije: por qué, mamá.


Tres.


Una voz dulce que me llegó al alma salió de su boca. Fue como una sinfonía escuchar mi nombre seguido de la palabra hijo. No lo esperaba. Simplemente lo que había soñado cientos de veces, se había hecho realidad. No aguanté más y…despacio, sin prisa, la cogí en brazos y con gran esfuerzo subí las escaleras. La tumbé en su cama y la arropé. Balbuceaba. Cerré la puerta. Bajé despacio. Desde el accidente y la desaparición de mi hermano ella nunca volvió a ser la misma. Poco después nos abandonó.

Cuatro.


Un relámpago inundó de luz la habitación. Alguien fuera se adivinó por un instante. Con el segundo resplandor me pareció adivinar la silueta facial del tipo del bar. Al tercer rayo abrí la ventana. Alguien corría empapado por la lluvia a través del jardín. Mientras, mamá, en una suerte de agonía pronunciaba un nombre ininteligible.
Por más que lo intentaba no conseguiría entender su débil balbuceo. La tenía cogida de la mano e intentaba apaciguar su delirio y pegaba mi oído a sus labios. Sólo pude oír o entendí que mi madre repetía la dirección de nuestra vieja casa en la costa, donde pasé mis veranos y no había vuelto desde el día del accidente. Sólo recordarlo me produjo un escalofrío.
Había algo extraño en toda aquella historia que la señora no quería decir.


Cinco.

Con el fin de las lluvias paulatinamente me reintegré a mis actividades habituales, colgué el traje de detective por así decir y me dejé llevar por el universo cálido del hogar. Así pude comprobar que mi señora seguía sin hablarme. Si de alguna manera mis pesquisas me hubieran llevado a algún lugar, aún, pero, al contrario, estaba peor que al principio de las averiguaciones pues eran más y mayores las dudas que suscitaba en mí todo aquel enredo. Y lo peor de todo, había puesto en el disparadero mi matrimonio, con todo aquel misterio de idas y venidas en pos del reencuentro con la mujer que hacía la friolera de treinta años nos había dejado a mi padre y a mí compuestos. Pero se trataba de una madre. Seguro que había existido una poderosa razón que de alguna manera justificaba su proceder. Me encerré en mi habitación tratando de componer el rompecabezas. Qué teníamos: la misteriosa cita en el bar, el encuentro fantasmagórico en la casa de las afueras y, finalmente, aquel grito desgarrador que me había hecho poner nuevamente los pies en polvorosa; cuando de repente- milagro de los milagros- se oyó, al fondo, la voz de mi mujer que me reclamaba por mi nombre.
Pero no termina aquí la cosa, no. Ni debía. Destapado el agujero de la curiosidad es difícil taparlo, así sin más. Y aquella historia estaba tan llena de interrogantes que a sólo un inapetente no lograría interesar. Y no era que uno anduviera en la vida en pos de misterios que desentrañar pero suscitaba profundamente mi curiosidad aquel abandono repentino de la mujer que me pariera hacía ya bastante tiempo por cierto. Durante una época nos dejamos subyugar- tanto papá como yo- por la opinión general de que había sido abducida por los extraterrestres pero conforme fuimos saliendo del shock inicial fuimos desechando la idea por peregrina.
Tras barajar la hipótesis de la troop circense nos tuvimos que rendir a la evidencia de que la pobre mujer se había marchado por la sencilla razón de habernos cogido ojeriza hasta tal punto. Tras airear que nuestra madre había sido captada por una secta muy absorbente, como tantos casos se dan, fuimos recomponiendo nuestra propia estima y lamiéndonos las heridas, cuando, hacía unos días, había aparecido aquella misteriosa misiva a través de la que se colegía que quería reanudar, al menos con un servidor, la relación.
Estaba como suele decirse entre la espada y la pared. Por un lado habían apelado a mis sentimientos como hijo y uno había respondido acudiendo a la cita, pero aquel grito- desgarrador como se dijo- me puso nuevamente fuera de combate, que aún me temblaban las piernas y habían pasado ya un par de días. De haber sido la paranoia mi debilidad nada mejor que los episodios desatados en la última semana para hacerme atisbar una oscura trama contra mi persona. Pero, instalado en una plácida contemplación del mundo, que mi mujer no dudaba en calificar como pachorra, todo- aunque he de reconocer que a duras penas- encontraba su explicación.
El hombre que corría tras la ventana lo hacía por la lluvia que se sabe que es muy mala en entretiempo como estábamos. Y el grito, de la misma sorpresa. Pero qué papel tenía en toda aquella historia el balbuceo de la señora y la alusión a la dirección de nuestra vieja casa en la costa.
Le pregunté a mi mujer pues a mí no me cabían en la cabeza más respuestas a tanto interrogante y, de repente, se abrió claro a mi intelecto, palmario y cristalino a mi razón, evidente a mi mente y obvio a aquella psique que, como dije, se estaba viendo asediada desde hacía una semana: en la vieja casa estaba la solución a aquel galimatías de gritos, hombres corriendo y balbuceos. Pero para alcanzarla había que organizar un viaje de setecientos kilómetros y otras eventualidades, como que siguiera en pie amén de cierta colaboración, para el caso, de los actuales moradores. Fue entonces cuando recordé que en el desván guardaba un baúl que podía ofrecer algunas respuestas. Allí entre fotografías de distinto contenido y poder evocador encontré una cinta magnetofónica virgen de aquellos tiempos. Bajé raudo al garaje al único cassette que se encontraba en la casa, en el salpicadero del seat Ibiza cupra que guardaba como si se tratara de una reliquia. Cuál no sería mi sorpresa cuando entre el recitado de un tema de una oposición a Agentes de la Hacienda Pública, a modo de psicofonía, se adivinaba con cierta nitidez la voz de nuestra madre llamando a cenar.
Entre los conceptos de tasas y contribuciones especiales se colaba de rondón aquel, la cena (real o de ficción). Por más que rebobiné y volví a escuchar no logré dilucidar si estaba ante una psicofonía o un suceso ocurrido de verdad. Y lo peor de todo es que no había manera humana de saberlo. Por aquel entonces nada hacía suponer que aquella familia en un par de años se fuera a descomponer. Primero el accidente de circulación de nuestro hermano que al cabo de tres meses acabara con su vida y un poco más tarde la misteriosa desaparición de la mujer que a través de aquella carta se había querido hacer nuevamente presente y de la que sólo conservaba las fotografías y el “la cena” al que después de tanto tiempo me quería aferrar.
“Querido hijo: razones improrrogables y de amplio calado hicieron que en el pasado no obrase siempre con la diligencia debida, pero no por ello ha estado seco este pobre corazón. Muy al contrario, con mayor ardor se ha hecho presente el sufrimiento, menos tolerable ha sido la pena, más vivo ha sido el recuerdo y lacerante la herida que ha brotado en mi interior…” Y se despachaba la señora con unas cuantas líneas más.

Seis.

Terminadas las vacaciones y cualquier rastro de éstas climatológico no había más remedio que proceder a aquella especie de enclaustramiento frailuno que llamábamos invierno- al menos en nuestra latitud. La peripecia vital de los últimos tiempos estaba también, de formar parte del olvido, a punto. Clasificada entre los misterios y cosas improbables en mi cerebro había pasado junto con otras vivencias del verano a “mi maletín” sin muestras de alharacas por mi parte, ni protestas, con la resignación con que últimamente iba conduciendo mi vida, que creo que empezó desde el primer momento en que empecé a ser consciente de que la vida era fundamentalmente una operación sustractiva.
Una operación de tal magnitud que acaba con la última enfermedad y la pérdida de hasta la propia vida. Quizá por ello nos enfrasquemos en dejar huellas a través de nuestras obras con lo que se edifican nombres que quedan para la posteridad para referencia de quienes vienen detrás a modo de buenos ejemplos. Pero, justo en ese instante, cabía preguntarse qué obra postrera quería edificar nuestra madre procediendo de la manera que lo había hecho con nosotros.
No hizo falta que transcurriera mucho tiempo para dar respuesta a la pregunta. Y era que, asómbrense ustedes, nuestra madre se había presentado a las primeras elecciones generales, sin éxito, por la U.C. D. como reflejaba aquel cartel que encontré en la vieja casa de la playa que el actual inquilino no tiró, no sabía la razón, como él mismo me confesó. Existía una primera pieza al menos de aquel por qué.


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