Los fumata; un grupo de rock.

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Eramos un grupo joven de rock. Empezamos a dar nuestros primeros pasos donde nos llamaban. Había que hacerse un nombre. Nos hacíamos llamar los fumata blanca: los fumata para los amigos. Habíamos incorporado a nuestro espectáculo- fue idea de Blas, el batería- un número al inicio de la actuación con humo blanco o niebla- como la de las discos de los ochenta. En aquel pueblo no debía de haber discoteca, pues sacaron en seguida los extintores y nos rociaron con ellos antes de decir palabra. Es la primera de nuestras aventuras reseñables, a lo largo y ancho de la patria.
Para ser un fumata había que reunir una serie de condiciones. Y no se trataba, como la gente creía, de hincharse a porros. No. Para ser un fumata había ante todo que no saber tocar muy bien cada instrumento. Y contra todo pronóstico aquello funcionaba. Vaya si funcionaba. Hacíamos buenos conciertos. Se ve que el conjunto de todas nuestras imperfecciones producían algo armónico, pues nuestros directos eran celebrados casi desde el principio.
Pero no queda aquí la cosa. También había que tener una relación adecuada calidad- precio. Un fumata, ante todo, era un tipo incorruptible. Un tipo íntegro vamos. Desde el batera hasta los que montaban los andamiajes del espectáculo.
Pronto nos llegaron las primeras ofertas comerciales. Nos querían hacer unas estrellas. Unos peleles, apuntaba Blas. Y como si nada, seguimos con nuestras letras incendiarias y nuestra precariedad técnica con los instrumentos.
No nos haríamos ricos con aquello, pero tampoco nos dictaba nadie la agenda. Como teníamos ofertas suficientes, tampoco nos preocupaba el método y manera de llenar la andorga.
Musicalmente éramos bastante correctos. Hacíamos un rock limpio sin grandes estridencias, y con letras de contenido y cuidadas. El resultado a la vista estaba. Grabamos nuestro primer disco al año de estar por ahí dando tumbos. Lo han adivinado, llevaba el nombre de fumata.
Una auténtica declaración de principios de lo que vendría después. La primera canción se llamaba fumata blanca.
El disco pasó bastante desapercibido. En la radio lo dieron poco. Se convirtió en un objeto de culto, pero sólo para nuestros más fieles seguidores, no muy nutrido pero bastante fiel a todo aquello que representaba ser un fumata.
Lo que no quería decir tampoco que no nos echáramos nuestras cervezas. Los fumata éramos sobrios pero no hasta decir basta. Cada cual con su organismo hace y deshace. Me refiero a que en general no éramos amigos de los paraísos artificiales, lo que no quiere decir tampoco que tuviéramos proscritos enteramente los psicotrópicos. Blas- el batera, ya se dijo- era amante del zumo de uva, y el resto nos decantábamos más bien por el de cebada. En el camerino siempre había una nevera con sanmigueles frías. Pero no éramos psicodélicos. Hacíamos una música muy anclada a la realidad y nuestro público lo agradecía. Nos tomábamos el asunto de hacer música con profesionalidad. El objetivo era que el personal se divirtiera, y para ello adoptábamos las medidas necesarias con el ahínco de cualquier obrero. Para ello se imponía sonar bien, y la sobriedad- hay que decirlo- en nuestro caso ayudaba a ello. La gente lo agradecía, se fumaba sus porros, se acercaba a la barra y hacía gasto, nos pedían un par de bises, que cumplidamente ofrecíamos, y hasta que se cansaban. Cobrábamos lo estipulado, embalábamos y hasta otra.
Con la asepsia de un profesional de la medicina.

Atrás quedaban los tiempos del episodio del extintor. El país fue avanzando a nuestro compás o nosotros al del país; pero lo cierto es que conforme se fueron imponiendo los protocolos acabó la improvisación y nosotros, particularmente, lo agradecimos. También es cierto que se fue perdiendo el sentido de aventura. La única contingencia, lo único que fue admitiendo imprevistos fueron los viajes en carretera. Lo restante discurría por cauces establecidos. El país se fue normalizando pero haciéndose más aburrido. El final de la incertidumbre fue abriendo paso al aburrimiento, como se contará salpimentadamente a lo largo de esta no por sorprendente menos veraz historia.

Al principio los fumata éramos tres. Y nos empezamos a llamar, los tres fumatas. Luego se incorporó Katy, a la que se le ocurrió lo de fumata blanca. Pero nos dejó pronto, aunque no se llevó las siglas, como suele decirse. Desde entonces cogimos la costumbre de invitar a alguien- con unos mínimos conocimientos musicales- de entre nuestro círculo, a las giras.
Después de Katy- que abrió una farmacia y decía que no tenía tiempo para chorradas- invitamos a Gemma a hacer los coros. Cuando ella entraba se notaba al público vibrar, que parecía que cantara un ángel – decían. Pero no encajaba en aquel mundo de carretera, furgoneta y manta. Lástima, pues nos catapultaba exponencialmente- como decía Iván, el bajo, que había dejado la carrera en segundo de exactas. Y era cierto; era abrir la boca la chavala y erizársele el vello a la concurrencia. De no ser por su escasa afición a la música se la hubiesen disputado grupos de mayor… no sé cómo decirlo… caché. Caché, porque no categoría, pues podían cobrar más pero muy pocos nos ganaban en pundonor, profesionalidad, seriedad y constancia. Por ello- lo cierto- es que nos hirió un poco aquello de no tener tiempo para chorradas. Era nuestro medio de vida y a ello nos dedicábamos con ahínco. Entre otras cosas porque el futuro no se mostraba halagüeño para tipos como nosotros. Los tres originarios: el batera, Iván y un servidor, nos habíamos conocido en el barrio de chavalines. Ahí no había posibilidades de escisión. Si habíamos llegado a aquel punto del camino, mal se tenían que dar las cosas para que no siguiera siendo el mismo el de los tres. Únicamente el cansancio podía poner coto a aquella aventura, pues la vida de un Licenciado en Historia,la de un aspirante a matemático y la de un out sider como el batera ofrecían muy pocas o escasas rutas alternativas.
Fuimos probando con una y otra hasta que se cansaban pero nuestra imagen hasta mucho tiempo después estuvo ligada siempre a una cara femenina. Abría muchas puertas aquello de llevar a una chica; y más si se trataba de una tía buena- como suele decirse- y como se contará en posteriores entregas de esta no por sorprendente menos veraz historia.

Los fumata in concert.

Yo no soy literato
Los escritores son los poetas
nosotros: sólo aporreateclas…

Así empezaba fumata blanca, la primera canción de nuestro primer L. P. La gente alucinaba en aquellos años con tales tesituras, acostumbrados al “me quieres, te quiero, ua, ua, ua”, pero era lo que salía de la factoría de Blas, y como tal había que aceptarlo. Los arreglos los hacíamos entre Iván y yo. Era muy difícil ponerle música a tales proclamas, pero nos apañábamos para sonar bien. Había que conjugar los gustos musicales amasados durante tantos años de dictadura con nuestra propia idiosincrasia sin salir escaldados de la operación. Y así lo intentábamos aunque fuera difícil.
El rock, alumbrado hacía una caterva de años en América, daba entre nosotros los primeros balbuceos sonoros. Pues bien, de entre los primeros grupos que lo practicaban se entresacaba el nuestro. La gente no estaba acostumbrada ni a aquellos sonidos, ni a sus proclamas. La vida era un espacio bastante estéril en el que lo único que te podía pasar bueno era enamorarte. Lo restante discurría sobre raíles. La sociedad en los pueblos estaba tan dividida que semejaba al apartheid de otras latitudes, y en medio de todo aquello estábamos nosotros, los aporreateclas, encima de un escenario con la vida alrededor, tratando de dar un poco de calor a nuestro público.
Cuando los fumata salíamos al escenario, el público estaba ya entregado. Pero eso fue mucho tiempo después; cuando teníamos un nombre y unos seguidores. Ya digo, hubo de pasar mucho tiempo para evitar sorpresas como la que narraré.
Fue durante una de nuetras primeras actuaciones- cuando ya habíamos tenido la previsión de avisar que la niebla con que adornábamos el inicio no era humo, ni ningún signo indiciario del fuego- que nos presentamos en las fiestas patronales de un pueblo cuyo nombre no recuerdo ahora y no por no querer acordarme. Hasta ahí todo correcto.
Lo de siempre. Habíamos montado el escenario y afinado los instrumentos. Por vernos se cobraba ochocientas pesetas. En aquellos tiempos era dinero de consideración. Al salir a escena nos percatamos que el público- por la fuerza de la costumbre- esperaba una sarta de pasodobles para bailar con su pareja.
Y era que en aquellos años que remito no se podía improvisar.
Tuvimos que tocar madera. Dentro, los que no querían oírnos que habían entrado al característico y habitual baile de verbena. Y fuera- quienes nos conocían y habían oído hablar de nosotros –, pero que no contaban con las ochocientas pesetas en aquel dispendio. Desde entonces- por contrato- supervisábamos el precio del evento antes de firmar. Ante todo no había que tirar piedras en nuestro propio tejado.
Después de las tragedias de la heroína vino el sida a diezmar barrios enteros- sobre todo marginales- de juventud. Y es que se hablaba mucho de droga, como algo guay, en la calle, en los escenarios musicales. Veníamos de un tiempo de represión y creíamos que aquellas puertas- las de la droga- estaban cerradas para privarnos de unos placeres auténticos. Luego se vio que no; que aunque fuera por una vez había acierto y había cosas que no era necesario que estuvieran. Pero igual que se nos había privado del sexo sin santificar existía una tendencia natural a pensar que aquello era un placer reservado sólo para los de dentro y del que había de privar a los de fuera.
Nosotros éramos también “fuera”, pero al respecto teníamos una opinión ya fundada sobre el asunto. Aquel instrumento de liberación había producido ya algunas bajas cerca de nosotros. El camino era ya trillado. Fines de semana para divertirse- al principio- y días de continuo después. Enfermedad, demacración, sobredosis y cementerio.
Por ello nuestra música obviaba el tema. No queríamos saber ni de enamoramientos tontitos ni de yonquis libres redimidos por el opio. Y se dirá. De qué hablábamos entonces en nuestras letras.
Se contará en el próximo episodio.

Nuestra vocalista, Gemma, tenía los ojos de colorinches y un porte espectacular. Muchos- durante aquella época- venían a los conciertos tan sólo por oírla y verla moverse por el escenario. Una diosa de la belleza- semejaba- y me consta que no sólo para el personal masculino. Y es que cuando una tía dice de estar buena no hay quien se resista- género da igual. Y esto viene al cuento de nuestras letras. De las letras de nuestras canciones, por mejor decir. Eliminados el amor tontito y la liberación a través del opio, no nos quedaba otra que la de hablar de sexo; de sexo y de liberación personal y social.
Básicamente los fumata éramos eso: solamente eso y nada más que eso. Y nada menos también. Y digo esto último porque durante aquella época no las tenía tampoco demasiado consigo quien anduviese con tales proclamas a voz en grito. Claro, para eso estaban los instrumentos, para hacer bonitos aquellos decires. Entre que sonaba bonito y que Iván- el bajista- tenía poca voz, se puede decir que decíamos sobre el escenario- prácticamente- lo que nos salía de los cataplines. Claro- también-, a Gema le teníamos que indicar que se contuviese, pues entre las proclamas y buena que estaba la tía no respondía la organización de que no se izara algún desesperado sobre el escenario. Bien tapada y con el reflejo de la luz sobre su mirada, no faltaba tampoco quien pensara que sobre el escenario se encontraba una figura espectral.
Esta rompenoviazgos que era la señorita Gemma estuvo poco con nosotros.
- ¿Y La rubia, y la rubia?
Era lo primero que nos decían al bajar de la furgoneta, nada más poner pie a tierra, cuando la fortuna quería que repitiéramos de lugar.






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