Bo Derek está como un tren

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      Noviembre de 2012. El tren AVE iba lleno de pasajeros mientras hacía uno de los trayectos vespertinos de Madrid a Sevilla, cuya duración aproximada era de dos horas y media.

      Me había tocado, de las dos plazas que estaban juntas, en el sentido contrario a la marcha del tren, la contigua al pasillo, a tres filas de asientos y enfrente de la zona donde se hallaba una puerta automática de entrada al/salida del tren.

      Cuando el tren se aproximaba a la estación de Córdoba, en la ciudad de Córdoba, un hombre rechoncho, sesentón, emergió de un asiento, al otro lado del pasillo, cerca de la zona donde estaba la puerta automática, y lentamente avanzó unos pasos en dirección al maletero del tren, situado a la derecha.

      El hombre rechoncho me resultó familiar y pronto lo identifiqué como el escritor y periodista navarro Daniel Cagigas, rostro popular de las tertulias políticas de las televisiones generalistas. (¿Una conferencia a la vista?) Iba trajeado y en su antebrazo derecho llevaba un abrigo colgando, doblado por la mitad.

      El maletero estaba lleno de maletas. El periodista, cuya maleta estaba en la parte superior, tuvo que levantar los brazos para alcanzarla, la sacó del compartimento y la puso en el suelo. Era una de esas maletas rígidas, grandes, con cuatro ruedas giratorias y el tirador bitubular extensible, así que extendió el tirador, se colocó en el centro de la referida zona y allí se quedó, esperando a que el tren parase y se abriese la puerta automática.

      El periodista rechoncho, desde que se levantara de su asiento, estuvo siempre serio, pensativo, ausente, mirando al frente, sin que nada ni nadie le distrajese.

      Del mismo lugar también se levantó una mujer rechoncha, sesentona, rubia de bote con el pelo recogido por detrás y sujeto con una ambarina pinza de pasta, la cabeza inclinada mirando al suelo, como para asegurarse de los pasos que daba. Vestía una blusa blanca, una chaqueta desabotonada a cuadros rojos con las líneas separadoras blancas, una falda de tubo hasta la rodilla con los mismos colores y unos zapatos de tacón negros.

      Su maleta, de las mismas características que tenía la del periodista rechoncho, también estaba en la parte de arriba del maletero, así que alzó los brazos, la sacó del compartimento y, no sin esfuerzo, la sostuvo en el aire unos segundos hasta depositarla con cuidado en el suelo. Acto seguido, levantó el tirador bitubular extensible y se colocó detrás del hombre rechoncho, aguardando a que el tren parase y se abriese la puerta automática.

      Cuando el tren se detuvo y las hojas de la puerta automática se abrieron y desaparecieron, el hombre y la mujer rechonchos, junto con sus maletas, uno detrás del otro, en silencio, también se abrieron y desaparecieron.

      Mucho tiempo antes de eso, estando en mi asiento, en un momento dado, giré la cabeza a la izquierda y, al otro lado del pasillo, junto a la ventana, en el sentido de la marcha del tren, reconocí tras unos segundos de duda a una famosa actriz de cine y exmodelo estadounidense, no tanto por sus películas como por su belleza física: Bo Derek (10, la mujer perfecta [1979], Tarzán, el hombre mono [1981], Bolero [1984]); en ese momento ella tenía cincuenta y seis otoñales años.

      Como gran aficionada a la equitación (posee un rancho en el valle de Santa Ynez, California, donde cría a sus cinco caballos ¡y un burrito!, los cuales se alimentan en los pastos que rodean su casa, donde vive con su novio John Corbett, el espigado actor y cantante de country estadounidense, cuatro años y medio menor que ella, con el que comparte una historia de amor desde hace diez años, y junto a él se despierta al amanecer oyendo los relinchos de sus caballos, cosa que a ella le encanta; además, montar a caballo la mantiene en forma, al igual que la natación) supuse que se dirigía a Sevilla para participar en la XXII edición del Salón Internacional del Caballo (SICAB), un evento social susceptible de congregar hasta un par de miles de ganaderos; luego me enteré que había sido su madrina.

      Me quedé atónito. Su rostro, su bello rostro era embelesador. Tan perfecto. Con esa nariz afilada tan bonita, esos ojos azules, esos pómulos, esos labios, ese mentón, ese cabello rubio. Me sorprendió que no pudiese apartar mis ojos de ella: el poder hipnótico de la belleza. Tan fija y descaradamente la miraba -y la admiraba- que ella lo notó y se molestó un poco (¡Basta ya de mirarme!, pareció decirme en silencio, irguiéndose y encarándose conmigo desde su asiento, con una mirada tiernamente fulminante, la boca entreabierta y una sacudida de la dorada cabeza).

      Faltaban pocos kilómetros para llegar a la estación de Santa Justa, en la ciudad de Sevilla, cuando alguien la llamó por teléfono, un hombre. Ella escuchó con atención, mirando hacia abajo; seguramente aquel le preguntó dónde estaba, ya que ella respondió: "On train! (¡En el tren!)".


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