Estimadisimos cofrades de anhelos y venturas. En esta fecha tan fausta y con ocasión de celebrar mi ingreso en la cofradía, y para contribuir a la mas insigne y dedicada realización de obras y al conjunto de las bienaventuranzas con que los hombres ilustres regalan a la humanidad, y que consisten en... en..., bueno, apelo a vuestra infinita benevolencia para que perdoneis los fallos de mi desvencijada memoria, pero a fe mía que constituirán un conjunto de obras sin parangón en los siglos pasados y venideros.
En esta fecha, como decía, vuestro denodado ardor guerrero me ha traído viejos recuerdos. Y es que mi alma sensible de Artillero se sublima en estas ocasiones en que se hace inventario de hazañas bélicas y aventuras militares.
El caso es que andaba yo uniformado de verde, años ha, que se me rogó por parte de mis mandos que formase parte de la patrulla de tiro del regimiento, que es el embrión del famosísimo Servicio de Información de Artillería, sin parangón en el universo mundo, debido a mi notabilísima habilidad con cualquier tipo de armas. Y arguyeron que sin mi concurso estaban perdidos en el campeonato anual que se organizaba y que el honor de la Artillería estaba en peligro si no me sumaba graciosamente a sus esfuerzos. Y yo, de natural generoso y decidido, accedí a sus súplicas, por mor de defender la muy alta honra del regimiento.
Lo cierto es que pertenecer a la patrulla de tiro tenia sus ventajillas. Además del honroso mérito, tenia rebaje de guardias y refuerzos ( unas tres por semana en aquella época )
Bueno, el caso es que estábamos cierto día gastando alegremente pólvora de rey del 7,62, contra dianas, arbolillos y latas de cerveza que, eso si, en un profundo ejercicio de responsabilidad ecológica, previamente habíamos vaciado en nuestros propios cuerpos, por temor a que con los acertadísimos disparos se agujereasen y derramasen, con la formación del consiguiente lodazal. Pues bien, estábamos tan calentítamente practicando el tiro, decía, cuando el sargento al mando decidió que diéramos un paseillo por los alrededores del campo de tiro de Tentegorra ( porque a media mañana se nos habían acabado las balas y no teníamos ganas de volver al cuartel)
Así que recogimos los trastos y nos fuimos cuatro cabos y el sargento a dar un garbeo por el monte. En cierto momento arribamos a una alambradas, de esas que tienen espinos y que nos cortaban el paso hacia una parte del monte. Y el sargento, haciendo uso de su experiencia guerrera, nos ilustró sobre la forma mas conveniente de rebasarla. Con los fusiles se hacia palanca en los alambres hacia arriba y hacia abajo, dejando un hueco suficiente para el paso de un hombre.
Pues bien, en esto estábamos, con el sargento a medio pasar la alambrada, cuando aparecieron dos perros, que digo, perracos, que parecían recién salidos del averno. Y nosotros, haciendo gala de nuestra preparación militar, adoptamos un famoso, aunque intrincado y difícil, dispositivo defensivo, digno de las mas aguerridas legiones, al fiero grito guerrero de... ¡Maricón el último! Emprendimos una maniobra de acercamiento rápido la población mas cercana mientras el sargento, atascado en la alambrada, nos arengaba bravamente gritando ¡ No corráis! ¡CABRONES!
Finalmente, el sargento pudo unirse y aún aventajarnos en nuestra gloriosa estampida, tan perfecta y maravillosamente ejecutada que ríase usted de los italianos en aquella de Guadalajara. Y así, con el ímpetu de la carrera, conquistamos bravamente una pedanía a cuya entrada había un bar, o mesón, que ya no me acuerdo, que tomamos como cuartel general y tancamos la puerta mientras un compañero oteaba a través de la ventana buscando la posición del enemigo.
A la vista de la tropa y fusilería , los parroquianos nos miraron inquisitivos y serios, circunstancia está que cambío cuando el sargento explicó gráficamente el motivo de nuestro asalto. ¡ Joder compadre!¿Es que en este pueblo no atan los mastines? Y así, entre risas y trasegando unos bocatas y unas cervezas para reponer los cuerpos de tan terrible jornada, fuimos conociendo las particularidades de los hortelanos de la zona y de la mala leche que gastaba un tal Colás, o Nicolás, que era casualmente el dueño de la huerta, la alambrada y los perros que acabábamos de conocer. Así pues, rehicimos el plan estratégico de aproximación a nuestros cuarteles en Cartagena y ya por la tarde regresamos a la armería y aposentos de nuestro amado Parque de Artillería, donde para asombro de la tropa congregada al efecto, hicimos relato de la osada infiltración en territorio hostil y posterior asalto de núcleo urbano, cual si las tropas del general Patton fuéramos.
No se si fue un premio o un castigo, lo cierto es que después de la ignominiosa corrida de la patrulla de tiro, y llegado el incidente a oídos del coronel por algún civil envidioso y chivato, nuestra gloriosa y rapidísima unidad fue disuelta y dividida.
Ya veis cuan injusta es la vida militar. Bueno, la vida en general y la militar un poco mas allá de lo dignamente soportable. No quiero decir que no se pueda soportar, sino que no se puede soportar y comportarse decentemente a un tiempo.
En fin, que dejaré estas disquisiciones filosóficas para posteriores comunicados que espero queden registrados para la ilustración y provecho de futuras generaciones, etc, etc...
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