Una nueva oportunidad
Por Josep Maria
Enviado el 31/03/2022, clasificado en Ciencia ficción
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Creo que no exagero si digo que todos, o casi todos, hemos experimentado alguna vez lo que se conoce como dejà vu. Es una sensación fugaz y poco nítida de que ya hemos visto algo o vivido una situación igual con anterioridad, pero nos resulta imposible recordar cuándo y dónde. Hubo un tiempo en que lo experimenté muchas veces, y cada vez con más frecuencia. Cuando se lo comenté a mi amiga Charo, me dijo, con total naturalidad, que esos flashes, aparentemente inexplicables, eran retazos de una vida anterior. Al principio la miré con incredulidad, pero conociendo su creencia en la reencarnación, no me atreví a llevarle la contraria. «Si cada día dedicas unos minutos a la meditación, acabarás conectando con tu yo pasado, con tu otra vida». Y así quedó la cosa. Hasta hace un mes aproximadamente.
No soy creyente, pero me atrae todo lo paranormal. De ahí que interpretara esos flashes como algo que seguramente tendría una explicación psicológica, pero que nadie, de momento, sabía cuál era. Recuerdo que, hace algunos años, la ouija me reveló que en una vida anterior había sido un Marqués, muy apuesto y muy rico, llamado Rodolfo Argüelles. El Marqués de Argüelles. ¡Cómo me reí entonces! Ahora, en cambio, no tengo ningún motivo de burla, todo lo contrario. Y os diré por qué.
Todo empezó, como he dicho, hará aproximadamente un mes. Tuve una visión —ahora prefiero llamarla así— de una duración extraordinaria, en comparación con los flashes habituales. Por fortuna estaba en mi despacho a puerta cerrada y nadie se percató de nada. Recuerdo que cerré los ojos para relajarme de la tortura que estaba resultando ese día. No estoy completamente seguro, pero debieron pasar unos diez minutos, al menos eso me dio a entender mi reloj cuando lo consulté al volver en mí.
En esa visión iba en un carruaje cerrado, de dos plazas, tirado por un caballo. Según la imagen que todavía guardaba de él al despertar, pude averiguar que se trataba de un ómnibus, probablemente del siglo XVII. En el pescante iba sentado un cochero vestido de librea y me acompañaba una bellísima dama vestida y acicalada como una noble que se dirige a un baile en la corte. Sin entrar en detalles sobre la vestimenta de ambos, cosa que no viene a cuento, el caso es que esa mujer me miraba a los ojos con un asomo de tristeza y a la vez de un amor indescriptible. Me sonrió y yo, como respuesta, le acaricié el rostro. Al hacerlo, me besó la palma de la mano antes de retirarla. A continuación, el carruaje se detuvo y oí cómo el cochero nos decía que ya habíamos llegado a nuestro destino. Al abrir la puerta para descender del coche vi que ante mí se erigía un inmenso edificio en el que, según todos los indicios, se celebraba un gran acontecimiento social.
Ahí acabó mi primera visión de envergadura, una visión que me resultó muy real y familiar, y que me dejó muy turbado.
Desde aquel día, cada vez que me relajaba, se iban sucediendo nuevos episodios, como si de una serie televisiva se tratara. Se encadenaban cronológicamente, pero con saltos en el tiempo —semanas, meses quizá—, de modo que en cada ocasión me sentía perdido en un ambiente nuevo y extraño en el que tenía que improvisar y adoptar un papel lo más natural posible para no ser descubierto. Y así, poco a poco, fui viviendo una historia que, para no entrar en muchos detalles, os la voy a resumir.
María Luisa de Villa-Cisneros, que así se llamaba la joven, era una rica heredera de apenas diecinueve años cuando la casaron con el Marqués de Argüelles, es decir conmigo, o mejor dicho con mi anterior identidad. Nuestros respectivos padres concertaron la boda, una boda de conveniencia a cuya unión yo aportaba un título nobiliario y ellos mucho dinero, algo que beneficiaba a ambas partes, pero sobre todo a mi familia, arruinada desde hacía tiempo. Pero no penséis que la joven heredera se vio forzada a aceptar el acuerdo. Al contrario. María Luisa llevaba años enamorada de mí, mientras que yo, diez años mayor, era un calavera y solo pensaba en yacer con mujeres “experimentadas”.
Con el tiempo llegué a tomarle cariño, pero no había ni rastro de amor. En esta situación, ella empezó a marchitarse, y el hecho sobreañadido de no quedar embarazada, viendo así truncada su ilusión de ser madre, la llevó a una melancolía enfermiza, lo que hoy conocemos como depresión clínica.
Tras diez años de convivencia, viviendo una existencia triste y solitaria debido a mis largas y cada vez más frecuentes ausencias, en las que había cabida para otros amores y otras camas, Luisita, como la llamaban cariñosamente sus padres, tocó fondo y acabó suicidándose. Una noche se lanzó al vacío desde lo más alto de nuestra mansión. Murió en el acto, o al menos es lo que nos hizo creer nuestro médico. No sufrió, dijo. Quienes sí sufrieron, y mucho, por la pérdida de su única hija, fueron sus padres. Los míos ya habían fallecido, así que no pudieron reprocharme nada de mi conducta para con ella. La verdad es que tampoco se interesaron mucho mientras vivía. Mis suegros, por su parte, sospechando que yo era el culpable del deterioro anímico y mental de María Luisa, me odiaron hasta el punto de querer verme muerto. Algo que acabó ocurriendo.
Mi última visión así lo demostraba. De noche, volviendo a casa desde un lupanar, un hombre embozado y armado con un cuchillo de grandes dimensiones me sorprendió y me degolló en plena calle, dejándome tendido mientras la sangre brotaba de mi garganta.
Toda esta historia, que no he contado a nadie —ni siquiera a mi amiga Charo— y de la que solo dejo constancia en este diario, me perturbó hasta tal punto que no había momento en el que no me asaltara un inmenso sentimiento de culpa y una angustia que, de no hallar el modo de resolverla, acabaría también con mi salud mental. Sería como hacer justicia después de más de tres siglos.
Así que decidí hacer un viaje en el tiempo, recurriendo a un psicólogo que practicaba regresiones y que, según había leído, había hecho retroceder a sus pacientes hasta etapas de sus vidas anteriores. Verdad o mentira, me puse en sus manos, a pesar de que, cuando le conté lo que pretendía, me aseguró que eso no sería posible.
—Una cosa es que pueda retroceder hasta momentos pasados y ver personas y escenarios conocidos muchos años, e incluso siglos atrás, en otras vidas, y otra muy distinta que pueda revivir esos momentos, actuando como el protagonista de los mismos.
A lo largo de varias semanas, asistiendo regularmente a esas sesiones de regresión, solo lograba tr Creo que no exagero si digo que todos, o casi todos, hemos experimentado alguna vez lo que se conoce como dejà vu. Es una sensación fugaz y poco nítida de que ya hemos visto algo o vivido una situación igual con anterioridad, pero nos resulta imposible recordar cuándo y dónde. Hubo un tiempo en que lo experimenté muchas veces, y cada vez con más frecuencia. Cuando se lo comenté a mi amiga Charo, me dijo, con total naturalidad, que esos flashes, aparentemente inexplicables, eran retazos de una vida anterior. Al principio la miré con incredulidad, pero conociendo su creencia en la reencarnación, no me atreví a llevarle la contraria. «Si cada día dedicas unos minutos a la meditación, acabarás conectando con tu yo pasado, con tu otra vida». Y así quedó la cosa. Hasta hace un mes aproximadamente.
No soy creyente, pero me atrae todo lo paranormal. De ahí que interpretara esos flashes como algo que seguramente tendría una explicación psicológica, pero que nadie, de momento, sabía cuál era. Recuerdo que, hace algunos años, la ouija me reveló que en una vida anterior había sido un Marqués, muy apuesto y muy rico, llamado Rodolfo Argüelles. El Marqués de Argüelles. ¡Cómo me reí entonces! Ahora, en cambio, no tengo ningún motivo de burla, todo lo contrario. Y os diré por qué.
Todo empezó, como he dicho, hará aproximadamente un mes. Tuve una visión —ahora prefiero llamarla así— de una duración extraordinaria, en comparación con los flashes habituales. Por fortuna estaba en mi despacho a puerta cerrada y nadie se percató de nada. Recuerdo que cerré los ojos para relajarme de la tortura que estaba resultando ese día. No estoy completamente seguro, pero debieron pasar unos diez minutos, al menos eso me dio a entender mi reloj cuando lo consulté al volver en mí.
En esa visión iba en un carruaje cerrado, de dos plazas, tirado por un caballo. Según la imagen que todavía guardaba de él al despertar, pude averiguar que se trataba de un ómnibus, probablemente del siglo XVII. En el pescante iba sentado un cochero vestido de librea y me acompañaba una bellísima dama vestida y acicalada como una noble que se dirige a un baile en la corte. Sin entrar en detalles sobre la vestimenta de ambos, cosa que no viene a cuento, el caso es que esa mujer me miraba a los ojos con un asomo de tristeza y a la vez de un amor indescriptible. Me sonrió y yo, como respuesta, le acaricié el rostro. Al hacerlo, me besó la palma de la mano antes de retirarla. A continuación, el carruaje se detuvo y oí cómo el cochero nos decía que ya habíamos llegado a nuestro destino. Al abrir la puerta para descender del coche vi que ante mí se erigía un inmenso edificio en el que, según todos los indicios, se celebraba un gran acontecimiento social.
Ahí acabó mi primera visión de envergadura, una visión que me resultó muy real y familiar, y que me dejó muy turbado.
Desde aquel día, cada vez que me relajaba, se iban sucediendo nuevos episodios, como si de una serie televisiva se tratara. Se encadenaban cronológicamente, pero con saltos en el tiempo —semanas, meses quizá—, de modo que en cada ocasión me sentía perdido en un ambiente nuevo y extraño en el que tenía que improvisar y adoptar un papel lo más natural posible para no ser descubierto. Y así, poco a poco, fui viviendo una historia que, para no entrar en muchos detalles, os la voy a resumir.
María Luisa de Villa-Cisneros, que así se llamaba la joven, era una rica heredera de apenas diecinueve años cuando la casaron con el Marqués de Argüelles, es decir conmigo, o mejor dicho con mi anterior identidad. Nuestros respectivos padres concertaron la boda, una boda de conveniencia a cuya unión yo aportaba un título nobiliario y ellos mucho dinero, algo que beneficiaba a ambas partes, pero sobre todo a mi familia, arruinada desde hacía tiempo. Pero no penséis que la joven heredera se vio forzada a aceptar el acuerdo. Al contrario. María Luisa llevaba años enamorada de mí, mientras que yo, diez años mayor, era un calavera y solo pensaba en yacer con mujeres “experimentadas”.
Con el tiempo llegué a tomarle cariño, pero no había ni rastro de amor. En esta situación, ella empezó a marchitarse, y el hecho sobreañadido de no quedar embarazada, viendo así truncada su ilusión de ser madre, la llevó a una melancolía enfermiza, lo que hoy conocemos como depresión clínica.
Tras diez años de convivencia, viviendo una existencia triste y solitaria debido a mis largas y cada vez más frecuentes ausencias, en las que había cabida para otros amores y otras camas, Luisita, como la llamaban cariñosamente sus padres, tocó fondo y acabó suicidándose. Una noche se lanzó al vacío desde lo más alto de nuestra mansión. Murió en el acto, o al menos es lo que nos hizo creer nuestro médico. No sufrió, dijo. Quienes sí sufrieron, y mucho, por la pérdida de su única hija, fueron sus padres. Los míos ya habían fallecido, así que no pudieron reprocharme nada de mi conducta para con ella. La verdad es que tampoco se interesaron mucho mientras vivía. Mis suegros, por su parte, sospechando que yo era el culpable del deterioro anímico y mental de María Luisa, me odiaron hasta el punto de querer verme muerto. Algo que acabó ocurriendo.
Mi última visión así lo demostraba. De noche, volviendo a casa desde un lupanar, un hombre embozado y armado con un cuchillo de grandes dimensiones me sorprendió y me degolló en plena calle, dejándome tendido mientras la sangre brotaba de mi garganta.
Toda esta historia, que no he contado a nadie —ni siquiera a mi amiga Charo— y de la que solo dejo constancia en este diario, me perturbó hasta tal punto que no había momento en el que no me asaltara un inmenso sentimiento de culpa y una angustia que, de no hallar el modo de resolverla, acabaría también con mi salud mental. Sería como hacer justicia después de más de tres siglos.
Así que decidí hacer un viaje en el tiempo, recurriendo a un psicólogo que practicaba regresiones y que, según había leído, había hecho retroceder a sus pacientes hasta etapas de sus vidas anteriores. Verdad o mentira, me puse en sus manos, a pesar de que, cuando le conté lo que pretendía, me aseguró que eso no sería posible.
—Una cosa es que pueda retroceder hasta momentos pasados y ver personas y escenarios conocidos muchos años, e incluso siglos atrás, en otras vidas, y otra muy distinta que pueda revivir esos momentos, actuando como el protagonista de los mismos.
A lo largo de varias semanas, asistiendo regularmente a esas sesiones de regresión, solo lograba trasladarme mentalmente hasta esos momentos y lugares de mis visiones. Hasta que un día experimenté un desplazamiento físico, una experiencia extracorporal. Me vi volando, tras separarme de mi cuerpo físico, tal como había leído que ocurría en los llamados viajes astrales, a diferencia de que no vi ningún cordón de plata, ese hilo plateado, como lo describen los expertos en la materia, que mantiene unidos el cuerpo astral y el físico.
Así fue cómo pude desplazarme, no solo en el espacio sino también en el tiempo, lo que me brindó una segunda oportunidad para llevar a cabo un acto de redención: salvar a María Luisa de la muerte, evitándole el suicidio y dándole todo el amor que merecía.
Pero el destino volvió a ser cruel con ella. Un día, cruzando la calle, un carruaje, cuyos caballos se habían desbocado, la arrolló sin que el cochero pudiera evitarlo. Solo llevábamos dos años casados.
Os parecerá una paparrucha, un cuento, una alucinación o una trampa de mi mente. Eso es lo que dice mi psiquiatra. Según me cuenta, estuve dormido varios días. El psicólogo que me había sometido a la regresión, al ver que no despertaba, alarmado, llamó al 112 y enviaron una ambulancia. Parecía estar en coma. Estuve ingresado una semana sin recobrar la consciencia. Hasta que una nueva visión me despertó. Tenía ante mí, a los pies de la cama, a María Luísa que, sonriente, me dijo «Gracias, Rodolfo, por el tiempo de felicidad que me has regalado. Ojalá consiguieras repetirlo para que en esta nueva ocasión pudiéramos desafiar a la muerte y ser definitivamente felices. Te esperaré». Eso tampoco se lo he contado al psiquiatra, pues me encerraría de por vida.
Ahora no hay momento de descanso que no vuelva a ser el Marqués de Argüelles y vivo felizmente casado con María Luisa de Villa-Cisneros. Esta pasada noche hemos asistido a una fiesta organizada por el Archiduque Carlos, de la casa de Austria, que se postula como el nuevo rey de España tras la muerte de Carlos II. Otros, en cambio, apuestan por Felipe, el nieto del Rey de Francia. Hay quien prevé un enfrenamiento entre ambos aspirantes a la corona. Yo sé que habrá una guerra de sucesión y sé quién la ganará. Pero debo mantener la boca cerrada. No he venido a meterme en conflictos políticos sino a aprovechar esta nueva oportunidad para ser feliz junto a mi joven amada.
asladarme mentalmente hasta esos momentos y lugares de mis visiones. Hasta que un día experimenté un desplazamiento físico, una experiencia extracorporal. Me vi volando, tras separarme de mi cuerpo físico, tal como había leído que ocurría en los llamados viajes astrales, a diferencia de que no vi ningún cordón de plata, ese hilo plateado, como lo describen los expertos en la materia, que mantiene unidos el cuerpo astral y el físico.
Así fue cómo pude desplazarme, no solo en el espacio sino también en el tiempo, lo que me brindó una segunda oportunidad para llevar a cabo un acto de redención: salvar a María Luisa de la muerte, evitándole el suicidio y dándole todo el amor que merecía.
Pero el destino volvió a ser cruel con ella. Un día, cruzando la calle, un carruaje, cuyos caballos se habían desbocado, la arrolló sin que el cochero pudiera evitarlo. Solo llevábamos dos años casados.
Os parecerá una paparrucha, un cuento, una alucinación o una trampa de mi mente. Eso es lo que dice mi psiquiatra. Según me cuenta, estuve dormido varios días. El psicólogo que me había sometido a la regresión, al ver que no despertaba, alarmado, llamó al 112 y enviaron una ambulancia. Parecía estar en coma. Estuve ingresado una semana sin recobrar la consciencia. Hasta que una nueva visión me despertó. Tenía ante mí, a los pies de la cama, a María Luísa que, sonriente, me dijo «Gracias, Rodolfo, por el tiempo de felicidad que me has regalado. Ojalá consiguieras repetirlo para que en esta nueva ocasión pudiéramos desafiar a la muerte y ser definitivamente felices. Te esperaré». Eso tampoco se lo he contado al psiquiatra, pues me encerraría de por vida.
Ahora no hay momento de descanso que no vuelva a ser el Marqués de Argüelles y vivo felizmente casado con María Luisa de Villa-Cisneros. Esta pasada noche hemos asistido a una fiesta organizada por el Archiduque Carlos, de la casa de Austria, que se postula como el nuevo rey de España tras la muerte de Carlos II. Otros, en cambio, apuestan por Felipe, el nieto del Rey de Francia. Hay quien prevé un enfrenamiento entre ambos aspirantes a la corona. Yo sé que habrá una guerra de sucesión y sé quién la ganará. Pero debo mantener la boca cerrada. No he venido a meterme en conflictos políticos sino a aprovechar esta nueva oportunidad para ser feliz junto a mi joven amada.
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