CACERÍA

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Enviado el , clasificado en Ciencia ficción
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- Las lágrimas siempre son el indicio de que algo va muy mal - decía mi madre. Lo comprobé más tarde, cuando llegábamos a las aldeas, así, sin anunciarnos.

Entonces, todos ellos - estuviesen haciendo lo que estuviesen haciendo -, se paralizaban; nos miraban desde adentro de sus alambrados electrificados, con las caras llenas de pánico. Los más viejos seguían en lo suyo, sabiendo que hace mucho tiempo habían librado la muerte. En cambio, los más jóvenes, o sus madres, corrían a recibirnos, arrodillándose o revolcándose por el suelo, llorando. Luego, cuando veían que no habría misericordia, se les descomponía la expresión para dar paso a llantos desesperados y súplicas vehementes.

En efecto, algo iba muy mal… Al menos para ellos. Algunos líderes de aldeas con mayor experiencia nos facilitaban el trabajo: seleccionaban con mucho tiempo de antelación a aquellos que nos llevaríamos. Generalmente criminales, infractores internos, u otras personas que atrapaban en aldeas vecinas.

Todo fue propiciado por aquella gente que vino del cielo. Al principio, con promesas de tecnología y buena voluntad, pidieron animales para alimentarse, a cambio de purificar el agua. Pero pasó – no sabemos cómo – que probaron el sabor de nuestra carne. Empezaron entonces a pedir uno, o dos individuos. Ahí establecieron a nuestro grupo, marcándonos como servidores no seleccionables.

Y con cada individuo que les entregábamos veíamos como el río se iba limpiando. Los filtros gigantescos cada vez se llenaban de menos basura. En los pozos no salían cientos de sapos, sino pequeños brotes de agua limpia. Todo iba acompañado de un ritual en el que desnudaban a las mujeres y los hombres, los humeaban, les danzaban, los bañaban en caldos extraños y los hacían entrar en trance, para luego llevárselos y hacer lo suyo, fuera de nuestra vista. Era un tema, si quieren, más natural, o al menos que no les infundía tanto miedo a los elegidos.

Sucedió que esos ancianos cósmicos de barbas blancas fueron asesinados por los más jóvenes de su propio pueblo. Ellos, los nuevos, eran criaturas ansiosas de alimento. Saltaban toda preparación, y no les bastaba con uno o dos sacrificios, cada vez querían más. Llegaban, abrían las compuertas de sus naves, se adelantaban y, sin más, alargaban sus extremidades de garras negras y destazaban a las víctimas, frente a todos. Casi siempre su necesidad de carne los llevaba a pelear entre ellos mismos. Al final los pastizales quedaban inundados de tanta víscera, nuestras ropas salpicadas. Gente corriendo por todos lados, niños incompletos que se iban desangrando mientras se arrastraban para buscar refugio. Eran cacerías grotescas.

Una vez satisfechos, se iban, y volvían cada vez con más frecuencia. Hasta que les inventamos que habían acabado con los jóvenes – nunca les gustó comer ancianos-. ¿Y el agua? Otra vez brotaron sapos, otra vez los filtros se atascaron con desechos. Nada cambió. Es por eso que escondemos a los niños, como ustedes, bajo tierra. Dejen de insistir, dejen de pelear para salir al mundo. Entiendan: si uno de ellos está por ahí y los encuentra, todo estará acabado y nuestra raza podría extinguirse.


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