Los rovers blindados de la milicia nacional atravesaron la vereda accidentada.
Pude verlos por el ala del zaguán que siempre estaba abierta. Era mediodía. No era raro verlos por ahí, pero si era extraño que fuese en domingo. Ahí los escuchamos, rompiendo la calma del mundo con su ruido de mastodontes blindados, fracturando – seguramente - el pavimento agrietado, zangoloteándose al ritmo que los baches les marcaban.
Mamá estaba lavando los trastes mientras escuchaba en la radio alguna estación intergaláctica que ponía música para gustos rancios. De la nada bajó el volumen y volteó a verme, asustada, mientras la espuma escurría por sus manos y por el botón del aparato eléctrico.
- Eso que se escuchó, ¿fueron balazos? – me preguntó.
- No sé, mamá. Nos quedamos viendo, con la cara atenta que ponen los bobos. Sí, algo se había escuchado.
- A ver, bájele todo el volumen. Justo cuando la radio se calló pudimos escuchar, nítidas, las ráfagas y los gritos en alguna casa de la manzana siguiente. Mamá se enjuagó las manos descuidadamente y se dirigió a donde yo estaba, secándose en el delantal de cuadritos verdes.
Apartó mis luchadores con el pie y me jaló rápidamente, << ¡Levántate, niño! ¡Levántate! Ya están aquí >>. Me condujo, a empujones, hacia un rincón de la sala, pasó el seguro electrónico a la puerta y se llevó el índice a los labios, mirándome muy fijamente; seria, pero también atemorizada, haciendo ese movimiento con la cabeza señalando mi posición, como si con eso tuviera el poder mental de inmovilizarme en el sitio. Las ráfagas eran inequívocas, y los gritos cada vez más cercanos.
- No tengas miedo, no tengas miedo-, me decía en voz baja, asomándose tímidamente por un resquicio de la ventana. La vi retroceder con las manos levantadas, como hacían los vaqueros de una población llamada “Viejo oeste” en las películas que trajo papá de su planeta. Vi también la luz laser, una luz roja y precisa viniendo de la calle, atravesando el habitáculo sordo, subiendo desde el pecho de mamá y llegando al centro de su frente; luego un sonido metálico y parco, sin eco y, casi al instante, ella cayendo al piso. Ni siquiera derramó sangre, el disparo estaba cauterizado. Entraron los droides de seguridad, casi inmediatamente.
Me encontraron arrodillado, junto a ella, intentando acomodar su cuerpo para que descansara tranquilamente, para que su impresión no fuera tan brusca cuando abriera los ojos allá, en el valle de la muerte. Ellos hicieron lo suyo, escaneando el sitio para sus bases de datos.
Taparon el cadáver con una manta de descomposición orgánica y me llevaron a un rover gigantesco, en donde había más niños a bordo. El viaje fue largo, hasta llegar aquí, donde crecimos, donde aprendimos a rebelarnos para plantearles la guerra.
Y ahora que te le he contado a medias, dime, ¿sigues pensando que todo está bien con el nuevo orden?
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