Adela era una mujer de más de setenta que apenas había salido del pueblo. Una vez estuvo en Salamanca de viaje de novios. En otra ocasión su marido quiso que conociera el mar y la llevó a Valencia.
Era una persona sencilla y se limitaba, por todo entretenimiento, a charrar con las vecinas mientras hacía la compra.
Don Cosme era el sacerdote del lugar. Aquel día, víspera de la Fiesta Grande de la localidad, su madre, que vivía en la ciudad, lo visitó. Como madre que era, encontró a su hijo algo desmejorado o, como ella decía, «con cara de cocido retrasado». Pasó a la acción y se metió en la cocina. Le preparó una fabada con chorizo, morcilla y tocino. Para Don Cosme aquello era rozar el Paraíso. Nadie sabía hacer la fabada como su santa madre. Se tomó un cafelito y aún le dio tiempo a echar una cabezada.
Por la tarde se fue a la iglesia a confesar a los fieles que acudirían a la Misa Mayor del día siguiente. Después de atender a dos feligreses acudió Adela muy compungida.
—Ave María Purísima…
Cuando apenas la mujer había comenzado, la fabada empezó a hacerse notar en las tripas del cura. El gas descendía por su organismo hasta el trecho final, momento en el que Don Cosme apretó el trasero contra el asiento pretendiendo ahogar el ruido que sospechaba emitiría. La jugada le salió mal. Un aullido agudo y doliente se oyó multiplicado por las paredes del confesionario. Mientras, Adela, algo sorda y carente del sentido del olfato, le narraba sus «horribles pecados» del día anterior.
Se había comido toda una bolsa de rosquillas fritas mientras y (eso era lo peor) veía una película de esas picantes de Alfredo Landa.
Conforme la mujer detallaba sus pecados, el sacerdote se retorcía tratando de evitar que al resto de los fieles les llegara algo de la batalla desencadenada en su intestino. No lo consiguió. Los truenos y el mal olor hicieron que la iglesia se fuera despoblando hasta que Adela se quedó sola frente al sonrojado Don Cosme que continuaba tirándose ventosidades… Ya no aguantaba más. Dejó a la pobre mujer que seguía pormenorizando sus «fechorías» con la palabra en la boca y se fue corriendo a la sacristía.
Cuando la pobre Adela vio al cura salir despedido del confesionario llegó a la conclusión de que sus delitos habían escandalizado tanto al párroco que este había salido horrorizado.
Pasadas dos horas, Don Cosme ya con aspecto más relajado, volvió para cerrar la iglesia y allí la encontró. Adela se encontraba rezando con los ojos rojos de tanto llorar viendo que se consumiría en las llamas eternas por sus pecados en cuanto la Parca le viniera a buscar.
Esta vez fue el sacerdote el que hubo de confesarse. Adela se sentía mejor, pero por si acaso, depositó un billete de cien pesetas en el cepillo parroquial.
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