EL DISPARO OSCURO

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Se mató el pobre, se ve que no aguantó más. 

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La última vez que lo vi, estaba muy demacrado, flaco, pálido, le faltaba tres dientes. Tenía una tupida barba que hacía juego con su melena enrulada que le llegaba hasta la cintura.

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Empujaba un tortuoso carro hecho de madera atado con alambre, con el que iba recolectando botellas y cartones para ganarse algún dinero.

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Cuando lo vi, extendí mi mano hasta su hombro y en ese interminable acto, fui buscando dentro mío algo para decirle. Pero solo salió la típica frase recurrente, esa frase que solemos decir por mera formalidad. Vamos che, ¡vos podes! le dije. El me miro con sus ojos repletos de nada. 

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Luego de un breve silencio me dijo, pasaron diez años y aún no puedo hacerme la idea de que ya no está conmigo. Porque fue mi culpa, lo sé, dijo. Yo la maté, yo la maté, repetía vez tras vez con la voz apagada, vacía.

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Se habían mudado a una casa que consiguieron en el barrio de Flores. En realidad, la habían adquirido como herencia poco tiempo después de fallecer el padre de ella.

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Elva, era enfermera en el hospital Alvear que quedaba a pocas cuadras de ahí. Eso le facilitaba el viaje de ida y vuelta, ya que tenía turnos rotativos.

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Una noche, Ortegui llego muy cansado a su casa, comió algo y se acostó. Pero entrada la madrugada, escuchó ruidos en la puerta de adelante. Sigilosamente abrió el cajón de la mesita de luz para agarrar la treinta y ocho que había comprado hacía poco, pero que aún no sabía usar bien.

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Descalzo y sin remera, perfiló hacia el pasillo, sin prender ninguna luz, tratando de deslizarse lo más silenciosamente posible. 

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Solo se escuchó un disparo en medio de la oscuridad de la casa. 

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Unos instantes después, Ortigue prendió la luz de la cocina y vio a Elva tirada en el piso chorreando sangre con un balazo en el pecho, tenía los ojos entre abiertos, aún estaba consciente. 

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Él se arrodillo llorando junto a ella y la abrazó fuerte con sus brazos. Balbuceando y con pocas fuerzas ella le dijo -te amo, no lo olvides-, luego cerro los ojos y él se largó a llorar.
Unos minutos más tarde y con las manos chorreando de sangre, fue hasta la pieza a buscar el celular y llamó a la ambulancia contándole todo lo que había ocurrido.

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Veinte minutos más tarde, los médicos llegaron e intentaron reanimarla, pero ya era demasiado tarde. 

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Luego de declarar varias horas en la comisaria, lo retuvieron y lo metieron en un calabozo. Unas semanas más tarde, previo juicio, lo llevaron a una penitenciaria, donde tuvo que cumplir una condena de diez años y unos meses por homicidio simple por vinculo.
 
Al salir de la cárcel y con unos pocos pesos que se había ganado realizando trabajos en el penal, fue hasta su casa, pero se encontró con que unos usurpadores se la habían tomado. Luego fue hasta un teléfono público para comunicarse con algún familiar, pero estos le dijeron que no querían saber nada con él y que, si volvía a llamar o pasar por su casa, lo denunciarían a la policía. 

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Ya de noche, fue hasta un kiosco a pocas cuadras y compró una ginebra. Se sentó en el banco de una placita, abrió la botella y tomo un trago del pico. Se sentía solo, se sentía perdido. Y otro trago no disipaba la culpa, el remordimiento que carcomía su alma al recordar a Elva y aquel disparo que terminó en tragedia.
Al rato y por efecto de la misma ginebra, se quedó dormido. Unas horas más tarde, despertó a causa del ruido de los autos y colectivos que pasaban por ahí.

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Transcurrieron los días y Ortegui poco a poco se fue acostumbrando a vivir como vagabundo recolectando cartones y botellas de plástico. Por las noches, antes de acostarse en aquel banco de la plaza, caminaba por las calles como una sombra sin alma, cubierto con una manta raída que le habían dado en una iglesia. 

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A veces, las mismas personas del barrio al verlo, se compadecían de él y le traían comida en la noche, cuando el frio quema y la madrugada se establece como un gran tempano de hielo.

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Según me enteré, estuvo poco tiempo viviendo en la calle. El dia de su muerte, entro en una armería y se robó un arma.

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 Estando en prisión había adquirido ciertos conocimientos que le sirvieron para subsistir esos diez años. La cárcel es una excelente escuela, me dijo esa vez.

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