Demasiado buena para vivir

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Tarde ya. Se ha ido. Ha dejado este papel y un par de palabras. “Me marcho. Saluda a tus padres.” Me escribirá más adelante. Supongo. O no, que también es muy capaz de no hacerlo. Apartarse para siempre. Nunca más volver a saber de mí. Es muy capaz. O de presentarse un día por esa misma puerta con otro tío y media docena de críos. Guapa, limpia, rica, con dos o tres libros publicados y con éxito de crítica y lectores. La editorial grande a sus pies. O volver por esa misma puerta hecha una puta de tres al cuarto con media docena de críos y manuscritos bajo el brazo sin publicar y echando sangre por la boca y pidiendo que le haga un sitio en la cama, que ha decidido dejar de escribir y se pone ya mismo a limpiar casas, lo que sea. ¡Para lo que sirves, coño!

Pero hoy estoy sin ella y ya esto es un asco. No sé a quién mirar para saber que estoy abajo. Ella me tenía en el presente. Sujeto al segundo más lento. Clavado al segundo más efímero. ¿Lo entienden? Así que si salgo hoy a la calle, y saldré, me encontraré con la misma mierda de todos los días y las mismas palabras y la cochambre en algún piso, algún bar.

Tengo una tertulia en una radio, ya no recuerdo la hora, pero por la noche, y respondí que sí para hablar junto a otros invitados de no sé qué descubrimiento de última hora sobre la Sábana Santa. ¿Dónde está? Si llegó a tiempo me enteraré de todo en la radio. Provocaré a los oyentes y algún bobo que esté por allí intentará meterme mano por alguna mentecatez que espute sin venir a cuento. Las mentecateces a veces son necesarias.

Estoy triste.

Ojalá sonara el móvil y fuera ella desde Montevideo. O me llama desde Uruguay o me llama desde Dakota del Norte. No hay más sitios a los que pueda ir sin correr el peligro de que me presente. Uruguay no estaba en la lista de países perdidos y prohibidos, pero después de visitar Costa Rica me di cuenta de que el uruguayo vive en un sitio privilegiado, y que muy poca gente esté en el único sitio del mundo divinamente habitable me hace no querer saber nada de todos ellos. Cuando la dictadura la cosa cambió. Pero ya en democracia y consolidado el sistema, con todos alfabetizados; ni de coña. No vuelvo a pisar Uruguay. Y luego está Dakota del Norte con el silencio y el frío y la posibilidad por remota que sea de quedar con Frances McDormand y Guillermo el Toro proponiéndonos un corto donde contar mis tres días muerto y ella que tiene la belleza de los desiertos en la cara. Tiene Frances más luz que el zambombazo del Big Bang. Así que tampoco Dakota del Norte porque esa felicidad está prohibida y si no lo está, qué coño, hay que prohibirla antes de que los chinos la descubran y la compren.

Yo también soy escritor. No he publicado nunca nada. Ni una reseña en un periódico local. Lo que se dice nada, en serio. Pero soy escritor y de los buenos. De los muy buenos. Lo dice ella y lo digo yo, y dos son más que uno. El uno son ustedes.

Pero una vez, en Madrid, sentados en una acera, con la gente muriendo pero caminando y haciendo compras pero muriendo, hablamos sin parar más de un año ella y yo. Sin beber ni comer. Hablamos y no dormimos. Dormir tampoco.

Es azul

¿Dios?

Sí. Azul.

Negro.

¡Qué va a ser negro Dios! ¡Negro, imposible!

Que te digo que Dios es negro y está en el Mar Menor.

¡Cochino!

Pata negra.

Azul, verde, rojo, altísimo, delgadísimo, a ratos los ojos azules, a ratos verdes, a ratos rojos. Las mismas gafas que Gary Oldman en Drácula cuando pasea por el Londres a tope de sangre.

Después de la breve conversación nos fuimos a follar y a escribir durante otro año. Sin comer, sin beber, sin dormir. Ella escribió tres libros. Yo plagié el prospecto de lexatín.

La primavera hoy es fría y el viento que llega desde la costa te hace beber más café y comer torrijas por un tubo. La casa está con todas las luces apagadas y, aunque son las cuatro y veintidós de la tarde, la oscuridad está en todas partes, menos en la terraza, pero las cortinas corridas impiden el incendio. Hay silencio. Tengo hambre. No paro de comer. Me estoy poniendo como Brando cuando bajó del avión y le metió el miedo en el cuerpo al bobo de Coppola antes de decir acción.

Si hay cosa que me entretiene es coger un espejito y mirar el ojete del culo y ver las almorranas. Sangran. Las externas y las internas. Tengo el culo como la Tierra cuando el hombre repartidor de enciclopedias recorría el cuerpo orondo o plano de esta puta casa ardiendo.

Le echo crema y más crema, pomada de la buena y de la cara. Pero cago y el rojo color vida está que se sale.

(Un año después).

Llaman a la puerta. No dejan de llamar. Abro. Un hombre con barba blanca y el pelo asalvajado está ahí. Primero muy serio y luego se descojona ante mis narices. Y se vuelve y se va por el pasillo por donde ha venido. Y llama al ascensor y no para de reír el muy cabrón. Se mete en el ascensor y oigo que sigue riéndose. Cierro.

En el periódico me despiden hoy por dos motivos: escribo lo mismo de siempre, eso dice la tía que está al frente de la sección de opinión, y también porque le sale del coño y que hará lo posible para que no encuentre curro en la profe. Sión.

En la radio que pertenece al grupo también me dan la patada. Pero argumentan que hay problemas de liquidez. Hay que reajustar. Volveremos a llamarte más adelante.

Y me llaman. El móvil llevaba sin dar muestra de vida y me gustaba así. Respondo. Una voz de mujer pregunta si soy yo. ¿Cómo?, pregunto. ¿Es usted?

(Un año después)

Ella está por Madrid y se pasea con el éxito a cuestas. También con un cáncer que la come cruda. Hemos quedado.

No, no, no, que no, en tu piso ni hablar. Baja y te invito a comer en el chino.

Comemos en un chino que huele a chinos y los chinos cuando se me acercan con la comida es como si pusieran en la mesa lo más cuqui de Wuhan. Ella sabe que no me gusta la comida China pero también sabe que quiero verla y quiero follarla y quiero oírla hablar y oler en el que se ha pegado un baño y que me enseñe las fotos en Montevideo, en Dakota del Norte. Aquí, en la foto montando un caballo negro está para aplastar los rollitos de primavera.

¿Cómo te va?

Pues ya que preguntas.

No sé por dónde empezar. Sin curro, sin dinero, sin coño, con las almorranas sangrando, con las encías sangrando, medio sordo. ¿Y tú?

Muy bien, gracias. ¿Te gusta mi perfume?

De puta madre.

Es suizo.

Ya sabes que después de los chinos, los uruguayos, los de Dakota del Norte, los franceses, los portugueses, los italianos, los alemanes, los islandeses, los canadienses, los estadounidenses, los mexicanos, los ecuatorianos y los de Laos, no puedo con los suizos. Lo sabes muy bien.

Por eso lo compré en el aeropuerto. Y es caro, te lo juro.

¿Subimos y echamos un polvo?

Viejo mierda. A ti no se te empalma ni poniéndote delante a Jorge Javier Vázquez.

Vamos, subamos y me corro por fin.

¿Y las pajas?

Cojo un rollito de primavera y lo meto en la boca entero. Mastico como un hipopótamo en Zarzuela.

(Un año después)

Ella muere retorciéndose de dolor porque ni morfina ni la puta que la parió. Quiere estar viva y con los sentidos en pie de guerra. La lloran los grandes escritores y los lectores. Los malos escritores también lloran su pérdida.

Solo en casa intento hacerme una paja pensando en ella. No hay manera.  

Lo de pensar en ella, digo.

La paja ha sido maravillosa y el chingo ha salido volando por la ventana y después ha caído como lluvia purificadora por todo Madrid.


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