Tygnobe

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      Crispados lugares de culto alargan los sinsabores de la planicie ardiente de Tygnobe mientras la lluvia ácida de las bombas aéreas cae, inevitable; sus neblinosos ríos lo atestiguan sin empacho.

      Considerando las súplicas recibidas por los sufridores, es bueno hacer un receso valorativo o, en todo caso, remitirlo ipso facto a las oficinas correspondientes, taladrando los oídos sordos de los atletas allí congregados si hiciera falta. Para eso están los ejecutivos de Cesuuf.

      La antorcha mortecina de una vaga sombra ilumina con débiles contrastes de hálito incandescente las zonas en penumbra de los desalientos perennes de los viejos románticos. "¡No lo hagas, por favor! Detente", grita una mujer de tristes ojos de gata persa, una dama de alta alcurnia derivada en consejera de una multitud de ajadas banquetas de marfil y estupefacientes, valladares del ardid circunflejo hastiado de siglos que nunca nunca decepciona.

      El vino de los ricos y poderosos cristaliza entre las grietas llenas de fango y termales restos de élitros renacen entre peludos gusanos. Oleadas de olores alcalinos atraen los escasos fulgores de las estacas, desclavadas. (Las bodegas donde se atesoraban las boteloas de los ricachones fueron destruidas por las mafias judiciales y policiales del Departamento de Xijero, el más corrupto de todos. Así son las cosas.)

      Sandeces sin fin son proferidas por vigilantes de nubes aceradas que sobrevuelan los volcanes en erupción, pardos en la lejanía. "Dejadme en paz, por el amor de Dios", se le oye gritar a un isleño entre escombros y pasquines olvidados. Haciendo caso omiso, lo degüellan y se lo comen reputados antropólogos antropófagos de tez cetrina.

      Elefantes elevados por ascensores gigantescos plasman su malhumor destrozando cabinas de teléfono previamente incendiadas por cebras alocadas escapadas de los zoológicos clausurados por el Ministerio de Salud Animal del gobierno de Tygnobe.

      Un disparo resuena en la lejana plaza contaminada de sulfuro, antaño llena de transeúntes sin gloria, tan fatuos, tan asqueados y tan saqueados de ética. "Lo hemos vuelto a hacer", se lamenta un viejo y corrupto científico entre sollozos, arrodillado en el asfalto con las manos sucias, una larga raja oblicua en el tronco y los ojos sanguinolentos bajo un vendaje maltrecho y cochambroso.

      Es la cura de los dioses reducidos a cenizas entre estertores de antiguos y hediondos Versalles llenos de salobres pescados cargados de diéresis deleznables fabricadas con falsas esmeraldas y tiznadas de corazones púrpuras alimentados de confort y zafiedad.

      Fabricantes de maniquíes ciegos buscan pleitos secretos entre las bambalinas del Teatro del Absurdo; sus allegados medran soluciones al por mayor, luchando por trozos secos de viandas lamidas ya por perros y zorros serigrafiados por la intemperie en malecones frecuentados por amanerados homosexuales del Correo Estatal y sectorizados por rojos de nuevo cuño.

      De nada sirve sucumbir a los anhelos programados por robots insensibles al dolor humano motorizados por miles de ganglios extirpados con eficacia y benevolencia a cargo de marineros llegados del Nuevo Mundo, tan artificial y grotesco como ya imaginamos, entes clarividencias de solapadas creencias adyacentes al gozo robótico pormenorizado. Está clarísimo.

      Valientes soldados expían su culpa en los lagos de cloro e hidrógeno sintético junto a castillos derruidos de planta rectangular, llenos de lechuzas, zorros plateados, ratones de campo, camellos salvajes y águilas de pico ganchudo, hoy por hoy animales sagrados e intocables para el Gobierno de Tygnobe.

      Noches de luna creciente causan furor entre los viejos supervivientes del Holocausto, felices de sentir el viento cálido a salvo en lugares inaccesibles a los enemigos del comercio y la sabiduría de los alimentos.

      Otrora mercachifles de voz ronca apaciguan los deseos insatisfechos de cientos de hamacas hipocondriacas glorificadas en devaneos amorosos de familias pudientes venidas a menos.

      Cielos amarillos se desploman en estepas calmadas por las ondas del espacio, cargadas del hediondo ambiente de combates cruentos que fustigan los Anillos del Bien, tan llenos de fuego y bondad, así como de ingenuidad y paroxismo.

      Los habitantes del Norte, burgueses que navegaban en oro líquido en barcazas de juncos, ahora piden por las esquinas, mendigan caviar rancio y tostadas duras carcomidas por los tigres perfumados de los dueños de las nuevas oligarquías procedentes del País de la Media Luna.

      Balbuceantes bebés de futuro increíble se preparan para el asalto conjetural de suaves contornos jivarizados en mitad de kilómetros de leche agria y uniones de pesos N. De vez en cuando, vomitan potitos aderezados con grillos a medio digerir que traspasaron el umbral de las casas de campo donde moran con una legión de jóvenes y bellas enfermeras de cautivadoras sonrisas.

      Una fiel docena de rara avis hacen versátiles retruécanos de once elementos que ya vencen a los generales ignorados por el pueblo, a la vez que se enemistan con juguetes rotos en ritos cenagosos, repletos de insumisos insectos muertos.

      Todo está en calma en Tygnobe, una calma chicha como el comportamiento de los oráculos travestidos que sucumben a la corrupción de ateos políticos socialistas, asignados a variopintos círculos de formación castrista.

      Cientos de estelas blancas son enterradas por esclavos malayad en gigantescas calas de arenas ásperas al tacto, donde las playas están vacías de dementes escapados de los sanatorios mentales próximos, atestados hace un cuarto de siglo en bóvedas con vidrieras consumidoras de dioses anhelados y fustigados por la tradición icónica.

      Insalubres mentes de poderes aúreos aúnan esfuerzos en pro de colores y xilófonos de madera y cobre, rayados geológicamente en ricas rocas luminescentes de agujeros reptilianos y prácticas sadomasoquistas.

      Pollos K son sacrificados entre la indolencia de los partisanos y la elocuencia de viejos portugueses ahitos de poder impermeable y sacrílegos estigmas de coloración radiodifusora.

      Perdidos adolescentes y mutantes endiablados caminan juntos por los Senderos de la Tolerancia y los Buenos Hábitos en busca de aquilatados goznes de oro para sufragar los naufragios inscritos en la media luna de los vestíbulos de los Palacios del Este, no sin antes haber vomitado plásticos de neón en frágiles vasijas de arcilla blanca y celeste, lejos de sus despachos concienzudos de vientres lascivos llenos de harinas sin trazas de sándalo y aguacates espolvoreados con especias orientales de precios bajos y bajunos, pues son servidos por lacayos de ascendencia blatí.

      Los Tres Tenores (inmortales artistas de gargantas prodigiosas que buscaron la redención a sus delitos económicos y sus delirios nacionalistas de gangrenosas ataduras terrenales y conspicuas relaciones internacionales con potencias extranjeras de nulos regímenes políticos, donde la libertad brillaba por su ausencia, allanándose a fatigosas giras mundiales dando conciertos a más no poder) han muerto entre suplicios de langosta a manos de las Niñas de Vkrebca, famosas por su manera de componer sonetos falsos de altura, nunca mejor dicho pues los fabrican en naves más allá de los Cuernos de Ofiresa, en los lejanos armaristes de las lumbares boscosas yámbicas. Una de esas composiciones celestiales dice así:

"Cccc, jaaaafre... Bilefantes gestantes alfa/09998 hilaaantes fder con venecianas pooooofres. Kitreeesa vio genuflexa barbarian 8&543 (--5@vx_*9©®©] ignorados de TODOS"

(Aplausos de un público entusiasmado y enfebtecido. Una hora de aplausos. Dos. Tres. Finalmente cuatro horas y treinta y seis minutos.)

      No en vano dicha composición ganó el concurso de Prin, dotado con 400.000 fihuges. Nada más y nada menos. Una minucia para esos mercachifles de las esferas de Ytajeé.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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