Me la mataron sin pedirnos permiso

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Emilia llegó a Madrid en 1982. Se había escapado de casa. Dijo adiós a la madre y al padre y casi mata al hermano de una cuchillada en la cara. Quería pillarle uno de los ojos o meterle la punta del cuchillo por la cabeza melenuda. Salió corriendo, oyendo que el hermano la amenazaba de muerte y ella se echó a reír mientras el viejo perro la seguía hasta que se cansó y ya sólo ladró de vez en cuando. Emilia en Madrid con diecinueve años, una maleta con algo de ropa y dos mil pesetas.

Emilia se hizo a Madrid en un día y medio. Con un café con leche y un bocadillo de lo que fuese aguantó hasta el día siguiente. Entraba y salía de los bares cuando la sed apremiaba. El vaso no se lo negaba nadie. Se quedaba en el banco de un parque con viejos y algunos turistas, pero pocos. Por la noche no le pasó nada malo. Dormía sentada, abrigada. Despertaba tres o cuatro veces. Y de vuelta a la cafetería para el café con leche y el bocadillo, grande, gordo, repleto de cosas. Y el vaso de agua, claro. Más o menos a las ocho.

Emilia quería ser actriz. Pero actriz porno. Y no cualquier actriz porno. Emilia soñaba con ser una actriz porno de las buenas, de las caras. En revistas y en películas guarras, como decía su hermano que se la follaba todos los viernes al mediodía cuando madre y padre se echaban a la calle para ver a la abuela. Y Emilia no se quejaba. Practicaba. Le decía ponte así, métela hasta los huevos, córrete en la cara, no te corras todavía, mamón. Deja que me corra yo primero y te aviso. Colo, Julio, pero Colo para la familia y los amigos, tenía lo suficiente para no ser subnormal. Era capaz de pasar por normal, y eso ya valía en el pueblo para no ser puteado por los mismos amigos. Jugaba al fútbol como un tren a toda mecha. Irrompible. Hasta que en un partido metió el pie en un agujero y la rodilla derecha se convirtió en puré y el chico gritando y retorciéndose en la tierra. Colo el cojo, colo el calvo, Colo el paletudo, Colo el ahogado, porque Colo nunca aprendió a nadar. Ni a bañarse. Muchos nombretes tenía Colo. Colo el hijo de Julio el navaja. Colo el hijo de Angustias, la seca. Pero Colo es una reseña en esta historia de Emilia.

Ella se puso a hacer de puta sin ninguna pena. Cobraba y le gustaba cobrar y hacerlo. Le gustaba que un loco de mierda hiciera con ella lo más atroz, y se aburría infinitamente cuando hacía mamadas o, venga, venga, pon el culo que voy a ponértelo bonito.

De dos mil pesetas pasó a tener casi diez mil en medio año. Comía y cenaba y recibía alguna que otra paliza de otras putas y de tíos que sospechaban que se estaba haciendo famosilla.

Encontró a Alberto que medía por lo menos dos metros y llevaba unas chicas finas del carajo. A una la mató, era filipina, porque se negó a aprender español en un mes. La mató a patadas en un descampado. Y las otras chicas, con Emilia presente, vieron calladitas pero sin apartar la vista cómo el hombre terminó pateándole la cabeza y ahí se puso punto y final al conflicto laboral.

Emilia le dio un beso y las otras juraron matarla. Dos lo juraron y una lo pensó.

Y la mataron. Vaya que si la mataron. En la habitación que compartía con Clara. Y fue esta y Sofía las que se echaron sobre ella como perros salvajes. La destrozaron viva. Mordían la carne y las tijeras se metían hasta el páncreas. Entonces Fefa abrió la puerta y pidió sitio. Fefa es la que no lo había jurado pero sí lo había pensado. Fefa no llevaba tijeras pero con el tacón de un zapato jugo a hacer cráteres en la cabeza de Emilia. Y luego llegó Alberto extrañado, un poco, de ver que sus chicas no estaban en el Puente. Ni habían pasado por El Pozo, un garito para ahogados.

¿Y ahora? Preguntó Alberto. Y prefirió volver a cerrar la puerta y dejar que la cosa terminara.

A la ciudad llegó el hermano de Emilia en busca de Emilia y con el ánimo dispuesto para matar a Emilia pero Emilia ya estaba muerta y Colo se cogió un enfado que enterró el otro que le quemaba y que se calmaría si lograba pillar a Emilia pero Emilia ya estaba bajo tierra así que Colo se fue a buscar al chulo de Emilia y al tenerlo delante no le asustó la altura ni los músculos ni la navaja ni los ojos negros el metro setenta y siete de Colo se bastó con los puños para hacer de Alberto un mierda de hombre sin vida en el suelo del callejón y casi a la entrada de El Pozo donde estaban las tres con vida pero ignorando que estaban muertas.

Los padres en el pueblo recibieron el pésame de mucha gente y la visita de unos periodistas que preguntaron y pusieron lo que les salió de los huevos. Un titular decía así: “Me la mataron sin pedirnos permiso.” Y la foto de la madre con un negro riguroso y el viejo perro enseñando los dientes a la cámara.


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