Éramos tan diferentes en aquellos meses, ambos sonreíamos más, reíamos más, deseábamos más. Qué duro fue el golpe de la vida, cuando comencé a notar que sólo nos hacíamos daño con amor intermitente. Tu soberbia nunca te dejó amarme incondicionalmente, mi esperanza de que eso cambiara, me ató. Nunca pude ser como tú, nunca pude actuar con indiferencia, nunca me pude enfriar mis sentimientos, nunca me pude resistir al contacto físico. Para ti siempre fue tan fácil ser así de reservado, a puntos desesperantes.
Con todo y los líos de tu cabeza, yo estaba segura de que podíamos seguir adelante porque me sentía fuerte para apoyarte. Pero tú me diste la espalda, preferiste irte a acompañarme.
Sé que Dios no se equivoca, pero cómo duele. Tal vez lo mejor es que sanemos nuestras heridas por separado, pasa que mi corazón no puede aceptarlo con facilidad.
Arruinamos lo que queríamos que fuera diferente a todo lo que habíamos vivido antes, nos esforzamos tanto por no cometer los mismos errores que terminamos creando unos peores.
Asumo que esto ya no es un espacio temporal, sino definitivo. De hecho, así lo elijo yo. Por mucho que mejore mi vida el día de mañana, lo mejor será que no regreses a mi vida. No puedo aferrarme a alguien que no es capaz de darme lo que yo doy, no puedo. Y por puro amor propio, seguir mi senda sola, es la decisión más acertada.
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