Ahora que el final de mi vida tiene fecha fija hago un repaso de las circunstancias que me han llevado al momento en el que me hallo.
Durante toda mi existencia me he limitado a ser un simple apéndice de alguien y así era presentado a los demás como:
«Es el hijo del gran compositor…», o bien «Es el hermano de la famosa pintora…».
Mi hermana se casó con un conocido escritor quien, justo es admitirlo, me animó a sacar de mí todo lo que durante años me había guardado. Me encantaba escribir y mi cuñado me alentó a presentar en diversos concursos las obras que plasmaba sobre el papel.
Nunca conseguí el éxito del que mis parientes gozaban. Una y otra vez veía como diferentes galardones les eran concedidos a ellos mientras yo no recibía sino el mutismo de los jurados de los certámenes a los que me presentaba.
Llegó un momento en el que ya no podía soportar más el éxito ajeno y decidí que alcanzaría la fama de alguna manera.
Mi padre murió durante un viaje con su orquesta. La policía determinó que los frenos del coche habían sido manipulados.
Al poco, mi hermana y su marido tuvieron un mal encuentro cuando salían de un bar donde se reunían diferentes artistas. Parecía ser obra de un perturbado. Ambos aparecían cosidos a puñaladas.
Me presenté en comisaría. Dije ser el responsable de esas muertes y quería que el mundo lo supiera. Había matado al gran compositor, a la famosa pintora y al conocido escritor. En algún periódico se referían a ellos como el padre, la hermana y el cuñado del asesino… ¡de mí!
Ahora es cuando se interesan por mi creación literaria. El morbo vende muy bien.
Estoy seguro de que estaré muerto cuando los numerosos editores, a quienes he dirigido mis novelas, repasen mis escritos. Sí, estaré muerto, pero no seré el único. Todas y cada una de las hojas de mis escritos han sido emponzoñados con un tóxico indetectable y letal.
Mi obra postrera será célebre.
En la presente nota lo confieso:
No tuve nada que ver con las muertes de mis familiares. Sólo me aproveché de lo que la vida me sirvió en bandeja.
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