Era su última oportunidad. El último cartucho por gastar. Habían sido muchos los esfuerzos y sacrificios para llegar hasta esa puerta. Muchas tardes de Domingo preparando la documentación del proyecto, en la que veía durante los ratitos de descanso, a través de la ventana de su habitación, gente disfrutando de su tiempo. Ese tiempo que ella había empleado en eso. Tiempo que jamás volvería. Tardes de campo, de paseos en bicicleta, de piscina, sacrificadas por una idea.
El fracaso no era opción. Realmente si lo era, pero ella no lo deseaba. No deseaba volver al pueblo con la cabeza gacha y admitir con resignación que tenían razón. No deseaba escuchar la retaila de su madre, todos sus “te lo dije”, sus “no me haces caso”. No deseaba decepcionarse así misma, reconocer que no valía para eso.
Tras esa puerta de despacho estaba su gran oportunidad. La oportunidad de salir de un pueblo donde hasta el tiempo olvidó que existe, donde las costumbres son reglas inexorables, donde no queda sitio para inquietudes. La oportunidad de visitar otros lugares, conocer otras gentes, de demostrar que sí tenía razón, que ella lo valía, que era su oportunidad. La oportunidad de cambiar el mundo y tener la vida que deseaba tener.
En aquella mañana de Junio, en aquella sala de espera, el tiempo se paró secuestrando su oportunidad tras una puerta. Pero ahora las cosas no dependen de ella. Se desespera, pero eso no hará que abran la puerta más rápido.
La puerta se abrió, rompiendo el silencio.- ¿ Cristina Hernandez?, pase.
El corazón le latía a mil por hora. Le sudaban las manos. Apretaba los puños. Empezaba a embargarle la ansiedad. Ya estaba allí, su último cartucho. Aunque un reloj en la pared del despacho marcaban las 13.00, no sabía si los rugidos de su estómago era por el hambre, o por estrés, o por ambas cosas. ¡Puedo hacerlo! ¡Puedo hacerlo! ¡La beca es mía! ¡Esa beca es para mi!
La sala la amueblaba una mesa reuniones opulente, envejecida, ocupada por los miembros del jurado. Una fila de lámparas colgantes derramaba una luz blanca sobre ellos, que junto a la madera envejecida de la mesa, encerraba el ambiente en un tono de solemnidad y superioridad. Todos de mediana edad, con mirada inquisitiva, excepto uno de ellos, bastante mayor, que tras unas gafas gruesas y ceño fruncido, daba vistazo rápido a una copia de las hojas del proyecto.
La distancia entre la silla que ocupaban los entrevistados y la mesa de los miembros del jurado, dejaba claro los roles. No se lo iban a poner fácil. No iba a ser un rato cómodo. Ahí se iba a convencer a jurado duro, implacable y había que tener las ideas claras, demostrar seguridad y venir llorado de casa.
Y a ella le temblaba hasta lo que no tenia.
- Buenos días, por favor, siéntese.
Cubría el silencio incómodo el tenue zumbido de las lámparas y el ruido de las respiraciones.
- Luego de revisar su proyecto, y por unanimidad – mirando a los otros miembros del jurado, que asintieron con un leve movimiento de cabeza - lamento comunicarle que aquí no atentemos este tipo de proyectos, esto es más para proyectos grandes, para equipos de desarrollos grandes, más elaborados que esto. Pregunta en el banco a ver si te conceden un crédito – estrechándose de hombros, con una sonrisa muecada mientras le arrojaba con evidente rechazo y desinterés el dosier del proyecto hacia ella sobre la mesa – Miriam, que pase el siguiente – sin esperar a que Cristina saliese del despacho.
Fue a bocajarro. Sin anestesia. Pero, que.. ¿qué… acaba de ocurrir? ¿Tan rápido? ¡No me han dejado ni defender la idea! ¡Nada! ¡Se esfumó! ¡Ya no hay nada!. Otro rechazo más, el que colmaba el vaso.
Cerro los ojos y apretó los labios tratando de no hacer notar la sensación de rabia, de impotencia, de ansiedad, de desasosiego y contener una lágrima. Se contuvo. Recogió sus papeles – Gracias, que tengan un buen día – y se marchó.
El hombre tras las gafas gruesas, no sabía que la idea que acababa de rechazar, cambiaría la humanidad.
Cristina no sabía que las oportunidades las pintan calvas, y tendría alguna más.
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