Don Pablo y su esposa gozaban de mucho respeto en el pueblo. Él, maestro de escuela, impartía clases en la localidad desde hacía décadas. Era un hombre próximo a los 60 años de pelo blanco, bigotillo y algo pasado de peso. Su voz era calmada y sus explicaciones claras aunque a veces eran extenuantes. Los lugareños se referían a él como «El Sabio» y muchos acudían a él buscando consejo.
Una mañana de abril, Don Pablo no acudió a sus clases. Era muy infrecuente y, conociendo su rectitud, todos supusimos que estaría enfermo. Tampoco vino Amalia, mi compañera nueva de este año y bastante mayor que nosotros.
Hubo muchos rumores y, durante días, no se hablaba de otra cosa. Al final la noticia corrió de boca en boca. En un periódico de la región aparecía la foto del maestro custodiado por la policía y visiblemente demacrado. Se insinuaba que iba a ser encarcelado.
Amalia y su familia se trasladaron a Zaragoza por no sé qué motivo
Tras dos semanas sin clase, vino Doña Carmen. Doña Carmen era una mujer seria y distante, de rasgos duros e inexistente sonrisa. Cuando, sentada en su silla, el sol incidía en sus negros cabellos, estos se teñían de un siniestro color azul. Don Pablo nos contó que los infinitivos de los verbos en Alemán acaban con las letras «EN». CarmEN debía ser la traducción de algún verbo sombrío y cruel.
No sé que había hecho Don Pablo, pero estaba claro que la condena no sólo le había llegado a él.
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