En cuanto el paciente llegó a la puerta de la psicóloga, dudó si realmente debería de entrar. Lo cierto es que es una mujer reputada, y bien recomendada por algunos de los pocos conocidos a los que él se había atrevido a comentarles su intención de ir a visitar a uno de ellos. Lo cierto es que realmente no tenía ningún problema, o al menos, no que él hubiera sabido, no obstante, algo lo lleva reconcomiendo desde dentro desde hacía algún tiempo, y es que, siempre le habían dicho que, pese a sus amplios conocimientos generales, su perspicacia y capacidad de deducción, no parece decidido a la hora de hablar, por lo que siempre ha tenido menos credibilidad de la que debería, frente a gente que es claramente mucho más inculta, y habla sin pensar realmente en lo que dice. Es precisamente el sentimiento de impotencia que le produce dicha situación, lo que lo ha llevado hasta la consulta. Realmente le habría gustado que hubiera una manera en la cual pudiera dirigirse a los demás, con la peligrosa seguridad con la que predican otros, y, apunto estuvo de no entrar en la consulta, pero justo en aquel momento, se percató de que la psicóloga, que había ido a por té y agua caliente, estaba justo detrás de él.
¡Vaya! —Exclamó sorprendida—. Llegas justo a tiempo.
El paciente mantuvo una leve sonrisa. —Si, eso parece —le dijo, antes de abrirle la puerta, pues ella iba con ambas manos ocupadas, sosteniendo una bandeja donde lleva el te y el agua.
Esta le agradeció el gesto, y le dio paso a la consulta. El paciente se acomodó en una silla frente a la mesa del despacho, en lugar de colocarse en la clásica tumbona, y observó a su alrededor. Sobre la mesa, había una pequeña maceta de plástico, un ordenador de aquellos primeros con pantalla de plasma, una pelota anti estrés, y una foto, probablemente de la familia de la psicóloga, la cual no pudo vislumbrar, pues le queda de al revés.
—Si aquí hay demasiadas distracciones, podemos ir directamente a la tumbona —le comentó.
—No —negó el paciente, posando la mirada sobre ella, procurando no quedarse mirándola fijamente—. Aquí está bien.
—¿Puedo ofrecerte algo? Tengo diferentes variedades de té —el cliente se mantuvo en silencio unos segundos, ante lo que la psicóloga continuó su ofrecimiento—. ¿Café? ¿Brandi…?
—Te aceptaré un té encantado. Gracias. Lo mismo que tú estés tomando. Huele estupendamente.
La psicóloga sonrió con amabilidad, y le sirvió un té. El vapor empañó las gafas del paciente en cuanto este se acercó para soplar, entonces le ofreció un azucarillo que rechazó agradeciéndoselo igualmente.
—¿Y bien? —Le preguntó directamente—. ¿Por qué estamos aquí?
El paciente le comentó su problema, exponiéndolo a la perfección y con la palabra adecuada en cada momento. Ella se sorprendió. Normalmente cuando la gente va a visitarla, la consulta se transforma en un tablero donde jugar al: ¿Quién es quién? Donde realmente nadie sabe cual es el problema, y es ella quien tiene que dar con él. Por lo general, ninguno de sus pacientes lo tiene tan claro.
—Tal vez deberías de comenzar por creerte tú mismo tus palabras —le comentó la doctora—. Si ni tan siquiera tú estás seguro de que lo que estás diciendo es tal cual, difícilmente podrás hacer que otros te tomen en serio.
—Vaya… —comentó sin más el paciente.
—¿Qué? Pareces decepcionado.
—No es eso…, o, tal vez sí, no estoy seguro. O Sea, ¿no vas a preguntarme por mi infancia? Di por hecho que tal vez podría haber algo ahí.
—¿Lo hay?
—No, en realidad yo diría que no, pero tal vez podría, sin quererlo, estar mintiendo, simplemente estando equivocado.
—A mi no me lo parece. Da la impresión de que necesitas más a un coach motivacional que a una psicóloga. ¿Qué piensas de eso?
—Bueno, en realidad no creo que sirviera de nada. La motivación no me falta. Es más, creo que en realidad no es más que una estafa. Si una persona dándote la chapa a voces pudiera ayudar en algo, todos tendríamos uno para hacer deporte, comer sano, animarnos a socializar o cualquier cosa que nos cueste hacer en la vida. No pretendo menospreciar a quienes se ganan la vida con esto, aunque probablemente la mayoría sean simples estafadores, pero en realidad, y pese a lo que yo pueda pensar, parece que hay personas a quienes les funciona, o eso creen, y al final, ¿quien soy yo para negarle algo que de alguna manera, les ha ido bien? —El paciente se tomó unos instantes—. ¿Ves ahora cual es el problema?
—Si, lo veo claramente —le aseguró—. Parece que constantemente tiras piedras sobre tu propio tejado. De haber limitado tu discurso a tu opinión concreta y concisa, bueno, ya sabes.
—Habría tenido más credibilidad. Sí. Y de paso no habría aburrido a nadie. De hecho, tal vez así cuando hablo me escucharían hasta el final. Nadie quiere comerse la cabeza mirando diferentes perspectivas, a no ser que no coincidan con las propias, y se vean “obligados” —destacó el paciente acentuando las comillas con los dedos— a hacerlo.
—Te ahorrarías muchos problemas. Tal vez sea esa la solución. Si tienes clara tu opinión, y la sueltas sin más, ganas mucha credibilidad.
—Creo que te entiendo. En realidad apruebas la ética que hay en no cerrarme a una única opinión, aun siendo la mía, sin que deje de lado el hecho de que pueda haber otras, pero…
—Pero tú has venido aquí para que te ayude a tener más credibilidad, no para que alague tu integridad. Dime, ¿qué crees que sucedería si comenzaras a seguir mi consejo? Eres una persona inteligente, o eso me ha parecido al menos, es muy probable que tengas razón y razonamientos en tus opiniones, sé que no utilizarás lo aquí aprendido para hacer el mal.
—Pero, ¿y si sí? Que yo pueda tener razón, no quita la probabilidad de que pueda equivocarme, y si me equivoco sin haber dejado margen al error en mis palabras, no sería más que un estafador.
—Pero muchos te creerían y aprobarían tu opinión. Esa que has dado de manera tan breve y sin necesidad de argumentos. Ya sabes, para no aburrir a nadie. ¿En qué te convertiría eso?
—En un coach motivacional, por supuesto…, alguien que te grita una parrafada atractiva, para llevarte a su terreno. Para que hagas lo que él quiera, o en su defecto, para lo que sea que lo hayas contratado.
—Incluso podrías entrar en política. Unirte a uno de esos partidos extremistas que dan una opinión sin fundamento, y, puesto que solo hay un camino, digas lo que digas, siempre habrá personas que estén de acuerdo contigo sin necesidad de que argumentes nada.
—Creo que ya no quiero seguridad en mis palabras.
—¿De verdad?
—Sí. Está claro que la seguridad con la que emplees tus palabras, no es en ningún caso equitativa con respecto a la veracidad de las mismas. La duda es signo de inteligencia, reflexión, empatía, y probablemente, sea signo de estar dispuesto a entender a los demás, siempre y cuando la emplees con mesura, y no permitas que te convierta en un peón sin una opinión propia.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Pero si ya no te preocupa que la gente pueda tomarse más o menos en serio tus palabras pese a la argumentación, por tener en cuenta otros probables puntos de vista y razonamientos, ¿para que has venido?
—Supongo que he venido para que me digas exactamente lo que quería escuchar.
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