El donativo

      Se cumplía el primer aniversario de la defunción de un pariente cercano, por lo que la familia, semanas antes, había decidido recordar su nombre en el transcurso de la misa de aquella soleada tarde, a las seis.

      El hijo mayor de la familia fue el encargado de realizar las gestiones pertinentes.

      Para que esto fuera efectivo, era necesario abonar en efectivo. O sea, hacer un donativo.

      Ya en la sacristía del templo, en el adusto y monocromo despacho del cura, el hijo mayor de la familia hizo la petición y aflojó el óbolo: un billete de diez euros (salvo la madre, el resto de la familia no era ni religioso ni practicante), colocándolo en el centro del escritorio.

      "Hermano, no tienes que pagar nada. ¿Pagar por mencionar el nombre de un difunto durante la misa? Faltaría más. No tiene la mayor importancia. Lo haré encantado. Guarda tu dinero. La Santa Madre Iglesia está para eso y mucho más", podría haber dicho el eclesiástico.

      Este era un individuo joven, pálido, enjuto, vestido de clériman; llevaba gafas de lentes cuadradas y gruesas con una negra montura de pasta. Tan atractivo como una morena asomándose desde su agujero submarino. Se levantó de una vieja y pesada silla de madera oscura que había detrás de un viejo y pesado bureau de madera oscura, encorvó la espalda, alargó la mano izquierda, cogió el billete y, en lugar de depositarlo en una caja de madera oscura destinada al efecto, una acción imposible al no existir tal caja, se lo metió directamente en el bolsillo izquierdo del pantalón. 

      Dado que el nombre del finado fue pronunciado tres veces durante la misa, el coste de cada una de las veces ascendió a tres euros con treinta y tres céntimos.