Hace un año adquirí esta casa solariega con la intención de vivir plácidamente el resto de mis días. Solo había una cosa que empañaba mi ilusión: la reciente pérdida de Amanda, mi querida esposa, con quien había hecho planes para vivir en el campo una vez me hubiera jubilado.
No tuve que dudar mucho para decidirme a comprarla. Una casa muy hermosa, muy antigua pero rehabilitada, rodeada de un espléndido y bien cuidado jardín. El precio era realmente atractivo. Al parecer, el propietario tenía prisa en venderla. Desde que el empleado de la inmobiliaria me la mostró, sentí una irrefrenable e inexplicable atracción por ella. Parecía que el espíritu de Amanda me empujara a hacer realidad mi sueño.
Al día siguiente de haberme instalado, me percaté de que el pozo que había en la parte trasera del jardín estaba sellado. Cuando le pregunté el motivo al vendedor, me dijo, con sorna, que había oído decir que el último propietario lo había hecho cegar porque creía que era un portal al inframundo. ¿Sería esa la causa de sus prisas por vender la casa?, me pregunté.
Al anochecer de ese mismo día descargó una gran tormenta. El viento huracanado golpeaba fuertemente las contraventanas y ululaba a través de la chimenea del hogar. A pesar del contratiempo, la visión del fuego y el crepitar de los leños me produjeron una plácida somnolencia. Pero, de pronto, Black, mi perro, se puso a ladrar como un condenado, como si quisiera advertirme de un peligro que nos acechaba desde el exterior. Miré por una ventana. Las pocas luces que iluminaban el jardín solo dejaban ver una espesa cortina de agua y el violento vaivén de los arbustos.
Por mucho que intenté apaciguar al perro, no hubo forma de que dejara de ladrar y arañar la puerta. Parecía haberse vuelto loco. Pero entonces me fijé que movía la cola de derecha a izquierda, sin parar, lo cual indicaba que era alegría y no pavor lo que le mantenía en ese estado de excitación. Pero allí no podía haber nadie a quien conociera y estimara.
Al final decidí abrir, no sin cierto reparo, para averiguar qué era lo que llamaba tanto la atención de Black. Estaba indefenso. No tenía ningún arma, ni siquiera un pequeño apero de labranza, de esos que se cuelgan en las paredes de las casas de campo como decoración.
Una vez abierta la puerta, Black salió disparado. Le seguí bajo la lluvia torrencial. Fue hasta el pozo, donde empezó a dar vueltas y más vueltas a su alrededor, saltando y ladrando. De no haber estado cegado, seguro que se habría lanzado a su interior. Empapado hasta los huesos, logré arrastrar al animal hasta la casa y, tras muchos esfuerzos y absurdas amenazas, tranquilizarlo. Poco a poco, sus quejidos lastimeros fueron menguando, hasta que se quedó, al igual que yo, dormido ante la reconfortante lumbre.
Desperté cuando despuntaba el día, aturdido y con la espalda dolorida. No sabía dónde estaba hasta que, a los pocos segundos, recordé lo ocurrido la noche anterior.
Mientras me preparaba un café, llené el bol para el pienso de Black y le llamé silbando como siempre hago. Pero no acudió. Extrañado, le busqué por toda la casa. No aparecía por ninguna parte. Al regresar a la sala principal, me percaté de que la puerta de la entrada no estaba completamente cerrada. Con tanto alboroto, no debí cerrarla con llave y Black, el muy hábil, la había abierto con sus patas. Cuando salí a buscarlo, lo hallé tumbado tranquilamente junto al pozo, meneando la cola, alegrado de verme, supuse.
Aquel pozo, que en su día debió suministrar agua a la casa, desde luego ya no servía para nada más que para ofrecer una imagen campestre y como motivo de un temor que no supe explicar. ¿Hasta qué punto estaba en su sano juicio el anterior propietario para creer que ese pozo conectaba con el inframundo? ¿Y si lo había sellado para ocultar algo en su interior y que era lo que llamaba tanto la atención de mi perro? Decidí que, para salir de dudas, haría que el jardinero, cuando volviera para continuar con sus labores, arrancara los tablones con el pretexto de sustituirlos por otros nuevos, pues aquellos ya estaban prácticamente podridos.
Aquella tarde, durante la siesta, tuve un sueño. En él, Amanda me decía que había venido a visitarme, pero que un obstáculo se lo había impedido.
No puedo explicar de forma racional por qué lo hice, pero al anochecer fui hasta la casita donde el jardinero guarda sus utensilios de trabajo y me hice con un martillo de orejas para extraer los clavos y un hacha para partir los tablones del pozo.
Como suponía, estaba vacío, pero Black no cesaba de ladrar como un poseso. De pronto me pareció oír una voz femenina que decía mi nombre. Un escalofrío recorrió mi espinazo. Volví a la casa tan rápido como mis piernas me lo permitieron.
Después de cenar, sentado junto al hogar, intenté relajarme. La mente nos puede jugar muchas malas pasadas, me dije. Pero Black volvió a ladrar, ahora con mucha más excitación. Entonces comprendí qué era lo que le había estado atrayendo de esa forma. Deseaba estar en lo cierto, pero a la vez me horrorizaba. De repente, sonaron dos golpes en la puerta. Supe que era ella. Fui a abrir.
Ahora volvemos a estar juntos.
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