Historias del manicomio, segunda parte, dos.

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Durante aquellas largas noches daba tiempo a pensar en muchas cosas. Pero el pensamiento más recurrente versaba sobre las torneadas piernas de la doctora. La imagen de sus piernas desnudas, la primera vez que pude apreciarlas, constituía, junto a la que guardaba del rostro de una tía joven mía, el pórtico de mi álbum vital antes que cualquier otra consideración fotográfica o que se le asemejara. Y ello, fundamentalmente, por la belleza de ambas.

Tenía por aquel entonces una medio novia que a eso de las doce se acercaba a la obra con un termo de café y departíamos una hora en la especie de contenedor con puerta que me servía de refugio contra las inclemencias meteorológicas. A veces me llevaba un bocadillo. Y siempre, pelábamos la pava.

La había conocido de la manera más peregrina. Era bastante más joven que yo por lo que le impresionaba un poco aquella misión mía de vigilancia, casi como si se tratase de un policía. La chica vivía en el barrio y era hija del dueño del mesón donde uno a cenar acostumbraba. Un restaurante de obreros que por un módico precio te daba, primero, segundo, postre y café y vino de la casa. Eso sí, siempre con la misma salsa. Cenaras lo que cenaras, si era algo con salsa, se trataba de la misma composición culinaria.

Pues bien, la muchacha, al ver que era de la confianza de sus padres, se presentó una noche de invierno con un termo de un humeante café que me supo a gloria. Como quiera que le impresionaran mis relatos- avezado como estaba en experiencia vital entre la que se incluía mi reclusión hospitalaria- se fue enamoriscando y ya no hubo manera de quitármela de encima.

- Te tienes que buscar alguien de tu edad, un jovencito, y casarte y ser feliz, que la vida no es tan larga- le decía.

Pero no había manera. Incluso tampoco se impresionó demasiado cuando le dije que uno, no hacía demasiado tiempo, había morado en residencia tan poco recomendable como era un psiquiátrico. Incluso se lo tomó a broma, hasta que le enseñé una foto que conservaba del frenopático, con el Toñín y toda la panda.

Mas no obedecía a otra razón que no fuera que le gustaba.


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