Era una mañana calurosa de verano del año 2019 e iba caminando solo por una calle desierta de un pueblo de la provincia de Sevilla.
La calle era larga y estrecha, siendo el principio o el final de otras calles perpendiculares, igualmente estrechas, que ascendían y descendían; a ambos lados de la misma sendas larguísimas hileras de casas, altas y bajas, con fachadas encaladas.
La calle también era recta, quebrada y, por donde yo la recorría, curva y suavemente descendente hacia el final. Al principio de esa curva, un hombre de mediana edad estaba sentado en un poyete, casi a ras de una acera estrecha. El frío poyete pertenecía a una casa humilde que se hallaba algo menos de medio metro por debajo del nivel del suelo de la adoquinada calle; la vieja puerta de madera marrón oscuro tenía una hoja abierta y otra cerrada.
El individuo en cuestión, sentado con las piernas cruzadas y las manos en las rodillas, era un fatigado cincuentón, cuyas únicas posesiones parecían ser su vestimenta -camisa, pantalones y zapatos- y una bicicleta aparcada a su lado, contra la pared.
Cuando me estaba aproximando a él, ¡sin conocerme de nada!, pues era la primera vez que nos veíamos, me espetó una sentida y amarga reflexión.
Dijo: "La gente tiene coches, casas... ¡y yo no tengo nada! (con extrañeza): Eso ¿por qué?"
Una respuesta atravesó mi mente como una bola de fuego en el cielo: "Bueno, tú sabrás lo que has hecho con tu vida". Pero no le dije nada porque me pareció inapropiado tanto en el fondo como en la forma.
Estupefacto y confuso, asentí con la cabeza, siguiéndole la corriente como si fuera un loco, para inmediatamente alejarme de él, girando el cuerpo, moviendo los pies como un consumado bailarín.
¿Esperaba quizás que le llenara los bolsillos de monedas y billetes de banco para compensarle por lo que la vida le había negado?
Oh, chico, ni era Navidad ni yo era ni soy Santa Claus.
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