El bucle infinito

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El casco de la nave se había desprendido casi por completo y, el motor gravítico, partido por la mitad. A pesar de esto, y arrastrado por un fuerte viento espacial, Canek, su capitán, no mostraba signos de dolor ni de pena. Se conocía tanto a sí mismo que estaba convencido de su incapacidad bélica para ejecutar ejercicios propios del arte de la guerra; eso lo entristecía. Su programación, después de todo, se lo imposibilitaba. Tanto él, la marinería y la nave habían sido entrenados y equipados para operaciones humanitarias, lejos de alguna acción guerrerista.

Con el placer del erudito teórico de biblioteca, admiró la ingeniosidad práctica y letal de su enemigo cibernético y justificó su pasividad especulando que habría sido imposible que su instrucción pacificadora hubiera podido detectar aquellas simétricas explosiones –provocadas por globos robóticos plantados a lo largo del límpido y sordo espacio que se extendía desde el planeta Azophis hasta la externa nube de gas incandescente de Messier, zona de influencia de la rival flota argerna–, que, de pronto, en una sinfonía hermosa y deletérea, brotaron en una unidad de tono y desarrollo prodigiosos. Atrapado por el extasis del soberbio espectáculo, pronto se encontró forzado a maniobrar de tal forma en su desesperación, que el salto hiperespacial, efectuado en medio de terroríficos fragores, lo condujo derecho al horizonte de eventos de un gigantesco agujero negro, desde donde podía ver como una brillante masa de materia revoleaba hacia el fondo de una mancha oscura cuya sola solo visión causaba un horror jadeante.

En efecto, él y su tripulación parecían estar condenados. Por fortuna, durante el viaje a través del hiperespacio, la mayor parte de la marinería había abandonado la nave en cápsulas autónomas, salvavidas, ubicadas en la torre que controla el sistema de escape de emergencias. La carga de su rango y el de sus oficiales más cercanos, los mantuvo de guardia y les fue imposible partir a tiempo; aprisionados por un fuerte efecto de atracción que los halaba hacia abajo y un resplandor enceguecedor que les dificultaba toda actividad motora, hallaban el ánimo necesario en la idea de que sus amigos se habían salvado como resultado de su sacrificio y ademán heroico.

Trece de sus oficiales lo rodeaban. Siete de ellos, incluido Canek, eran humanos y los comandantes generales de cada uno de los módulos. El resto estaba compuesto por dos gaianos (comandantes de operaciones conjuntas), un comunero (especialista en misiones), dos rigelianos (ingenieros espaciales) y un cánido (primer piloto).

–Capitán –lo llamó uno de los comandantes–. Quedan sólo dos cápsulas autónomas disponibles. ¿Qué dispone, señor?

Canek echó una mirada de indiferencia a su grupo de oficiales. No deseaba despertar ningún tipo de interés ni de resentimiento; sin embargo, los presentes se la devolvían no sólo con expectativa y recelo, sino que con el hambre y la actitud de una jauría de hienas que se aprestara a luchar en su afán de supervivencia. El capitán parecía ignorarlo. Sin importar el qué o el cómo, simplemente lo ignoraba. En cambio, comenzó a idealizarlos, a recordar con nostalgia que él siempre había descansado su liderazgo, sus debilidades e incluso su ignorancia, en su círculo selecto; los amaba; confiaba en ellos porque le habían demostrado con creces lo que significaba el compromiso de un hombre; juntos se habían enfrentado a las más riesgosas y quiméricas misiones humanitarias, y juntos habían salido exitosos; los conocía sobre todo por su idoneidad altruista y fidelidad.

En este momento de agravada tensión, el capitán se empeñaba en no entender a cabalidad la naturaleza de sus hombres, ni en vislumbrar entre líneas lo que aquella declaración de su primer comandante representaba para la tripulación: la vida misma. Subestimaba la capacidad que el terror generaba cuando se anidaba en el esternón de sus hombres sobre la hora última, la hora maldita en que veían de frente la oscuridad del abismo eterno.

–¡Creo que hablo por todos cuando concluyo que pertenece a los gaianos el privilegio de vivir! –respondió el capitán con voz cuasi hazañosa y templada, emitiendo enseguida una orden apresurada por la corriente de los acontecimientos–. ¡Se lo merecen por sus altos méritos!

Un hondo silencio arropó los ánimos de los cosmonautas; de sus ojos emergían filosas cuchillas que desgarraban con impaciencia el entorno caótico de la sala, que giraba y se alargaba cada vez más; el capitán, entre tanto, seguía convencido de que había tomado la decisión correcta, sintiéndose satisfecho y orgulloso. “Ven a mí, inconsciencia profunda, te recibo con valentía, sabiduría y gloria”, susurraba.

Una voz metálica zanjó de tajo aquella quietud artificial y mortecina.

–No es justo –protestó.

Canek volteó los ojos, asombrado; la frente se le ensanchaba. Era uno de los rigelianos que, respaldado por el lenguaje corporal de su compañero, con la boca deformada por un deje de enfado y menosprecio, se oponía de pleno:

–Los gaianos (esto no es una ofensa) siempre han sido unos privilegiados. Su Madre Gaia, según ellos afirman, se supone que creó el gran Imperio Galáctico y gobernó a la Vía Láctea con mano suave pero firme (muchos también aseguran que no con buen tino), hasta la llegada de los bárbaros cibernéticos, que lo volvieron a sumir en el caos. ¡Mas yo les puedo asegurar con pruebas que para muchos mundos sus imposiciones totalitarias en contra del individualismo fueron humillantes! ¡Queríamos respirar! ¡Oh, cuánto detestábamos ese mecanismo biologizante en nuestras culturas, esa obligación de pertenecer a un organismo planetario global como si fuerámos celulas sin alma que debíamos trabajar como almacenes de información de un cuerpo enorme consciente pero alejado de nuestro sentir! ¡Cuánto odiábamos esa mentalidad de colonialista ecológico y unitario que acabó en una supremacía gaiana de poder mental colectivo! ¡Jódanse, malditos opresores chupamentes! ¡Viva la libertad! ¡Viva Rigel! ¡Viva mi individualidad!

Tras el grito, pausó la voz. Los gaianos lo veían con superba extrañeza; conocían de su sentido desmesurado por su propia importancia y por su necesidad profunda de atención excesiva y admiración. El comunero, que lo había detectado también desde hace mucho, se les acercó y los abrazó en un acto de solidaridad. Fue en ese preciso momento en que el tiempo comenzó a detenerse y, la dimensión en la que coexistían, a resquebrajarse en incontables láminas dimensionales que se entremezclaban entre sí como en un acordeón cosmológico.

De pronto, las imágenes congeladas, volvieron a recobrar su dinamismo. Un comandante gritó que la deformación cuántica se debía al gran campo de fuerza que el agujero negro ejercía sobre el espacio-tiempo en el que navegaban y que pronto caerían en el horizonte de sucesos, en donde quedarían atrapados por siempre. Pero el rigeliano, ardido como estaba, sin dejarle ocasión de seguir explicándose, lo detuvo:

–No se atrevan a verme con esos ojos, malditos impostores. Todos ustedes. Para mí, su estirpe influye más en la decisión del capitán que sus supuestos méritos. ¡Canek! –alzó la voz lo más alto que pudo y sin molestarse por respetar el rango–. ¡Dígalo de una vez!: Su resolución no es más que un boleto gratis “por los servicios prestados” y por su afán de congraciarse con los “dominadores” del antiguo imperio. No piense ni por un minuto que la Resistencia Galáctica se lo agradecerá. Yo valgo más que estos dos gaianos.

Canek agrió el rostro. La referencia hacia la Resistencia Galáctica, ahora dirigida por el rebelde gaiano Darían, le molestaba, puesto que ésta se había formado de los restos del imperio gayo y le financiaba sus expediciones de rescate y auxilio. Hoy, precisamente, le fallaba debido a su poca capacidad bélica. El rigeliano lo golpeaba por partida triple: en su amistad, en su amor y en su trabajo. Mientras veía cómo la nave iba alargándose como un espagueti, comenzó a culparse por la situación, irreversible, a la que sometía a sus amados camaradas, una situación tan aterradora, que hacía de estos seres eficientes y leales, unos traidores a la causa primordial. Esto lo aturdía. Pero el nudo del problema era que se necesitaba de una decisión y él la había tomado, para bien o para mal.

Los gaianos, de aspecto humilde, optaron por guardar silencio; el comunero, que sonreía malamente de la rabia por las sandeces de los rigelianos, parecía tragarse su indignación.

Otro rugido metálico retumbó en la sala:

–No se puede negar –la fuerza de la voz iba en crescendo– que este asunto apesta a injusticia y mala ventaja. Tal acción no sólo me hiere en el orgullo propio, sino que en el de mis hermanos y hermanas, y el de mis ancestros. El capitán no solo olvida a propósito mi reclamo por la vida, sino que la acalla, la anula, y me niega la oportunidad de vivir. ¿No ha producido mi mano el milagro de haber alcanzado las más lejanas estrellas? Merezco mi oportunidad, me la he ganado a pulso.

Era el piloto de la nave, el sujeto originario del planeta Canis:

–Entiendo que ustedes los humanos pueden perfectamente vivir en el vacío estelar sin necesidad de una atmósfera habitable. Su posterior evolución para desprenderse del organicismo colectivo de Gaia los convirtió en seres enteramente robóticos, incluso superiores a los cibernéticos argernas. Las naves salvavidas, en realidad, poco les importa –e hizo un esfuerzo por acercársele–. Entienda que nosotros estamos en desventaja. Por primera vez en la vida, le pido que me ayude. No me deje morir, no deje que caiga sobre mí la oscuridad perpetua, querido capitán.

Un vaho de miedo le cubrió las pupilas, visión que perturbó el denuedo del capitán Canek. Algo de razón había en aquellos reclamos; lo podía leer en el reflejo de aquellos ojos naranjas. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Retractarse? ¿Cómo acometer la obra de salvación, una función propia de su posición y rango de comandante general, cuando su sola figura se alzaba como un tirano furioso en medio de sus más fieles colaboradores? ¿Qué me ha pasado? ¿Qué les ha pasado? Pasaron de ser unas productivas y afables personas a transformarse en unas bestias arrebatadas por el terror. Era una señal de que necesitaban su socorro. Como humano, no les podía fallar. Su decisión debía ser ecuánime y justa. Era su deber. Ellos jamás le habían decepcionado. ¿Pero cómo debía proceder para no dañar ni al uno ni al otro? Un asunto irresoluble.

Uno de sus comandantes de módulo, al verlo sumido en sí mismo, abatido, saltó en su apoyo.

–Capitán –dijo con seriedad militar–, estoy de acuerdo en que debemos ser justos; y sin embargo las circunstancias actuales impiden que esto suceda. Más creo que existe un método infalible de igualdad probabilística que nos excluye de tomar una decisión que los discrimine brutalmente.

–¿Puedes probar lo que dices, comandante? –preguntó Canek; sus ojos centelleaban y clamaban por una solución redentora y salomónica.

–Una lotería –dijo finalmente el comandante.

–¿Qué? –exclamó Canek sin entenderlo aún–. ¿Un juego de azar? No creo que sea el momento adecuado…

El comandante, con la circunspección que lo caracterizaba, siguió:

–La lotería es un método antiguo y sencillo que nuestros antepasados empleaban para garantizar que todos tuvieran aunque sea una mínima posibilidad de ganar en un sorteo al azar. Esta posibilidad no depende ya de nosotros, sino que de su propia suerte y de la eventualidad.

–Es justo –dijo Canek tras pensarlo un segundo–. Una lotería. Eso es.

Volvió el rostro hacia sus subordinados, pero de nuevo el espacio-tiempo volvió a resquebrajarse. Se miraron todos con tremendo disgusto y a sí mismos siendo repetidos hasta el cansancio.

«¡Queda poco tiempo, Capitán!», le gritaron los rigelianos.

«¡Dese prisa!», vociferó el cánido.

–Lo resolveremos con un juego de azar –les respondió Canek–. Una lotería. ¿Es lo justo, no?

Los rigelianos movieron la cabeza de arriba abajo y aceptaron el desafío. Que las leyes de la probabilidad dispongan, parecían decir sus rostros.

–Sí –le devolvieron el grito–. Que sea nuestro destino el que decida.

–Para mí, es equitativo –dijo el cánido, mientras veía a los rigelianos asentir.

–¿Qué hay de ustedes? –le preguntó Canek a los gaianos.

Una centella de luz los cegó por unos segundos. El casco entero se abría desde la proa hasta la popa como si fuera una cáscara de nuez. Un huracán furioso se revolvía afuera de la cabina. Solo la torre de emergencia seguía en pie, de lo que antes fuera una enorme nave gravítica.

Los gaianos, con la cara adusta, le informaron que desistían de su participación. Los demás, al escuchar esto y la parsimonia con que lo dijeron, montaron en cólera y rompieron a gritos e insultos en contra de su historia social imperial.

–¡Silencio! –los detuvo el capitán–. ¿Por qué, hijos de Gaia? –preguntó el capitán Canek, apurado.

Con una tranquilidad admirable, que contrastaba con aquella catástrofe, los gaianos se dieron a la tarea de exteriorizar su razonamiento:

–En primer lugar, no participaremos para dejar en limpio la malograda imagen que ustedes tienen de nuestra Madre Gaia, cuya gobernación jamás se asentó en una ecología colectiva y galáctica del tipo doctrinario. El imperio no fue una jamás una utopía, sino una realidad transformadora que sacó adelante a un imperio caído (como el de la última Fundación) en uno potente y unificador. El planeta sentiente de Gaia, nuestra Madre, fue el primero en hacer de aquella teoría petulante, una realidad viva. Estamos seguros que la llegada de los argernas de la galaxia de Andrómeda es parte de un plan preconcebido por nuestra Madre para acometer su propia expansión y salvar con ello a este Universo moribundo.

»En segundo lugar, no participaremos de la lotería porque sus vidas son más importantes que las nuestras, que son en realidad ínfimas partículas de Gaia. Estamos siendo llamados a realizar nuestro respectivo sacrificio. Salvarlos a ustedes implica también una mayor probabilidad de salvar, como hemos dicho, al Universo. Nunca nada es una casualidad trivial. Todos tenemos un propósito, aunque no lo sepamos, por muy pequeños e insignificantes que sean.»

El comunero lloró de escuchar el discurso. «Cuánto extraño a mi planeta Comuna», suspiró:

–No participaré tampoco –acabó limpiándose las lágrimas, adhiriéndose a la postura de Gaia.

–¡No se diga más! –dijeron los dos rigelianos–. El cánido, ustedes y nosotros estamos obligados a participar.

Los seis comandantes del capitán dieron un paso adelante.

–Tampoco participaremos –dijeron.

–Cómo quieran –dijeron los rigelianos.

–Tampoco participaré –dijo el capitán–. Escaparemos de la nave y nadaremos en el espacio profundo, antes de que caigamos al agujero negro. En cuanto a ustedes, sus probabilidades de supervivencia han aumentado considerablemente.

»Aquí tengo tres tarjetas, en dos de ellas hay un punto dibujado. Aquél cuya tarjeta resulte limpia, caerá junto con la nave. ¿Estamos de acuerdo? Ahora, levanten su manos y escojan.»

Las ventanas de la cabina sucumbían al ruido y el furor del viento estelar que lo estremecía todo. Inesperadamente, el silencio y la calma absoluta reinaron. La tripulación comenzó a flotar, lo que era un certero indicio de que el motor gravítico había cedido por completo al cataclismo.

Fue entonces que el capitán supo que toda posterior acción sería inútil. Se vio realizando el sorteo y al cánido como ganador de un boleto, y, detrás de él, una pelea que estallaba entre los camaradas rigelianos, que se golpeaban a muerte por el pase restante. El cánido corría hacia la torre de emergencias y uno de los rigelianos flotaba en el aire, ensangrentado. El capitán quiso impedirlo, pero entonces descubrió que se veía a sí mismo en medio de la sala, cogido de una columna, realizando el sorteo y a los rigelianos como ganadores de los boletos, y, detrás de ellos, una pelea que estallaba entre el cánido y los rigelianos, que lo golpeaban a muerte. Los rigelianos corrían hacia la torre de emergencias y el cánido salía expulsado por una ventana rota, ensangrentado. El capitán quiso impedirlo, pero entonces descubrió que se veía a sí mismo en una esquina de la sala, cogido del sistema de rádares, realizando el sorteo y a los gaianos como ganadores de los boletos, y, detrás de ellos, una pelea que estallaba entre los gaianos, el cánido y los rigelianos, que se golpeaban a muerte. Los gaianos corrían hacia la torre de emergencias y el cánido y los rigelianos morían aplastados por una viga central. El capitán quiso impedirlo, pero entonces se descubrió en un sinfín de eventualidades donde se repetía a sí mismo en un movimiento de espacio-tiempo convergente-divergente, donde las leyes de la probabilidad no existían más, y las posibilidades pasaban de ser potenciales, fortuitas, ficcionales, distorsionadas, a convertirse en hechos consumados.

Era tarde ya para la tripulación y para el capitán Canek; estaban atrapados en un bucle infinito.


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