La madera de aquella banca de otoño
Podía ver todo lo que ella soñaba, sacándole el polvo a sus sueños inquietos y desesperados. Había tenido cierta experiencia en hacerle perder la mirada cuando le recitaba los versos que ella solicitaba, sin siquiera saber cómo diablos conseguía dividir su realidad de la mía cuando ella soñaba despierta.
Le obsequiaba margaritas a esos ojos, acompañado de toda la ficción que guardaba en mis sueños, para que su mirada no estuviese sola cuando mi compañía no estuviese ahí con ella. La imaginaba contenta cuando estábamos distantes, un hábito que había perfeccionado en otros sueños. Solo con pensar en esa conocida mirada casual que ella tenía, lograba imaginar y adivinar; creando paisajes tranquilizadores para ese entonces.
—Además, me empecinaba en recrear todo aquello que su rostro ocultaba; profundamente después de tropezar con uno o dos triples saltos mortales de mi excéntrica locura…
Ella se aparecía en mis horas muertas como en una banca de otoño y podría jurar que mecía sus delicados pies en el aire mínimo, en un vaivén torpemente infantil: apoyando tenazmente su jodida cabellera castaña al viento, sobre la madera de aquella banca que ocultaba pintarrajeado el tallado de mis ojos que en esos sueños la acariciaban; que la observaban, y también a pájaros y gentes, y un gato parlanchín que se le acercaba.
Ya para entonces, el otoño llegaba, secándome la cara y sorprendiéndome también en aquella banca, enamorado malditamente de su mirada; convirtiéndome en estatua de extraño mármol.
Quería quedarme con esa mirada casual que ella tenía. Oh, cuánto quería —y que las margaritas fuesen nuestra compañía— y callaba al mismo viento de otoño cuando me perdía en esos pensamientos, matando el tiempo en sueños despiertos; convirtiéndome en un crudo crepúsculo rebosante y a la vez un tanto ingenuo por creer recrearla en esta banca.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales