EL VIOLINISTA

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Tenía una nariz aguileña y el pelo negro desgreñado que contrastaba con la palidez de su piel. Su ídolo era Niccolò Paganini y poseía una característica que, además de unirlo a su modelo, le facilitaba la ejecución de las más difíciles partituras para violín: sus manos y dedos eran muy largos y era capaz de mover y torcer su muñeca en todas las direcciones. He leído que, para el Profesor Renzo Mantero, pionero en la cirugía de la mano, «la mano es la expresión externa del cerebro». Si tal aseveración fuera cierta, nuestro violinista presentaría un cerebro de lo más extraño en cuanto a apariencia se refiere. Frecuentaba tabernas y también lupanares donde, para pagar los servicios, tocaba alguna pieza musical en la que hacía patente su destreza con el instrumento (me refiero, claro está, al violín). Tampoco desdeñaba sus visitas a las mesas de juego donde dilapidaba lo que debería gastar en comida. Así, el músico lucía un aspecto demacrado, y lívido que, unido a sus largas extremidades, le hacían parecer un espectro recién salido de la tumba. En una de esas timbas, creyendo que tenía una buena mano, se jugó el violín… y lo perdió. Encargó la fabricación de uno nuevo a un violero un tipo muy, muy raro. Se cuenta que era un auténtico mago por la rapidez y perfección que ponía en su trabajo. No desmintió su fama el luthier en esta ocasión. El músico tuvo su instrumento disponible en tres días. La sonoridad era prodigiosa y se adaptaba a la irregular fisonomía del intérprete a la perfección. Nunca se llegó a saber cómo se pagó el violín. El virtuosismo del violinista iba adquiriendo más y más fama. Ya no tocaba en tugurios sino en ambientes mucho más refinados por los que obtenía muy sustanciosas ganancias que continuaba derrochando en los bajos fondos de la ciudad. Ocurrió que, en uno de esos antros de mala muerte del que era asiduo, perdió el envite y tuvo que salir corriendo por no tener más dinero con el que cubrir la apuesta malograda. Se escondió de sus perseguidores por unas horas y regresó a su casa muy confiado. Pero el violinista se había convertido en un hombre famoso y muchos conocían su domicilio. Pronto vio su hogar rodeado de malhechores que le exigían el pago de la deuda que no era cosa baladí. A voz en grito le reclamaron los dineros de la apuesta. El músico no respondió imaginando que la chusma pensaría que estaba ausente de la casa. Si fue así o no ya no le importó a la turba que no tuvo otra idea mejor que pegarle fuego al edificio. A la mañana siguiente, bajo las ruinas humeantes, yacía el cadáver chamuscado del virtuoso intérprete. En su mano, lo único que no se había consumido. Como recién salido del taller del luthier, se encontraba el violín.

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