Una cueva. Una cueva que abría su enorme boca como el mayor bostezo que puedas imaginar. Pero tan oscura, que ni siquiera los salvajes osos pardos se atrevían a ocuparla para pasar el crudo invierno de la isla de Emeland. Y un altar. Un altar en la parte más profunda. Unas intrincadas runas decoraban la parte inferior del rectángulo y sobre él, un hombre vestido con una túnica de raso color azul noche.
Ofrecía la ilusión de que estaba dormido. O quizás estaba muerto. Visto de cerca, su piel tenía color y las manos sobre su pecho se elevaban y descendían muy levemente. El único punto de luz que le iluminaba la piel era el reflejo de un diamante incrustado en una pared que reflejaba la luz del sol cuando éste incidía sobre él.
Corría el año 127 de nuestra era. Era el año en que finalizaba el conjuro que creara el Hechicero Barbat con las Cartas Fundamentales. Después de esa hazaña, no se supo nada más de él. Literalmente, se esfumó. Durante cincuenta años, las puertas que encerraban la magia negra habían permanecido cerradas, pero este año la muerte volvería a azotar la bella isla.
El sol atravesó la oscuridad para reflejarse en el diamante, que dirigió su primer rayo a la base del altar. Las runas empezaron a iluminarse en un orden perfecto hasta que lo rodearon totalmente y de repente estalló en una llamarada blanca. Cuando ésta se disipó, el hombre abrió los ojos, aspiró aire profundamente y se incorporó, con los ojos muy abiertos. «Es el momento». Fueron sus únicas palabras, y se desvaneció nuevamente.
Aurora nació hacía ahora cuarenta y siete años. Siempre había tenido el poder de los elementos, y le habían enseñado cómo usarlo para hacer el bien. No le hacía falta tener una bola de cristal para saber que algo estaba a punto de ocurrir.
Algo terrible e indescriptible.
Se encontraba junto al lago, era esa hora del amanecer donde la magia de la naturaleza aparecía más pura. Y sentía que lago la llamaba. No tuvo que esperar mucho.
Un caballo de niebla apareció en la linde del bosque y sobre él, un hombre vestido con una túnica azul noche la miraba fijamente. Ella le reconoció inmediatamente. Era el que se le aparecía muchas noches en su duermevela. Era el hechicero Barbat.
Barbat también la había reconocido. Descendió del equino y se acercó a ella, mientras éste se disolvía en el aire.
«Ha llegado el momento, Aurora». Ella asintió con la cabeza, no hacía falta explicar ni preguntar, él se lo había dejado dicho todo en sus pensamientos a lo largo de muchos años. Aurora se sentó sobre la hierba con las piernas encogidas y se abrazó a ellas. No sentía tristeza a pesar de que sabía lo que iba a ocurrir. De las plantas, flores, hierbas, del musgo de las rocas y las algas del fondo del lago le empezó a llegar la energía.
Después fueron los arboles, las formaciones rocosas y la propia tierra los que fluyeron hacia ella en forma de calor que la iba envolviendo, y de ella emanaba una luz verde intensa que la cubrió, hasta que en un instante, desapareció.
El hechicero mostraba un rostro pesaroso e impresionado por el coraje que había mostrado Aurora. Donde ella había estado la superficie aparecía desolada, seca, muerta. Una esmeralda perfecta descansaba en el ahora árido suelo. Barbat la recogió con sumo cuidado, pues con la tinta que extraería de ella podría volver a escribir unas nuevas Cartas Fundamentales y prolongar el encierro de la magia negra.
Aurora forma parte de la salvación de Emeland y Barbat reposa nuevamente en su cueva oscura, hasta que un nuevo peligro le haga volver a la vida. Así ocurrió, y así os lo he contado.
©Serendipity
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