Esa fue la primera vez que los vi, se estaban llevando una vaca.
Eran largos, y tenían ese color en la piel muy parecido al que hay en las paredes cuando la humedad se ha filtrado por mucho tiempo. Mi respiración empezó a agitarse, y mi pulso parecía un reloj de cuerda a destiempo.
Escuché ruidos en la habitación contigua, especialmente ese sonido característico cuando mi padre recarga la escopeta, pero no hubo disparos. Aquellos entes se fueron rápido, internándose en el espeso bosque. Lo que quedaba del pobre animal mugía, desesperado, a pesar de estar hecho retazos de carne, como si algo imposible lo mantuviese con vida.
Cuando el último ser dejó de estar a la vista el ambiente se llenó de una calma rara. Papá corrió la cortina y después no hizo más ruido, entonces volví a la cama y me escondí bajo las sábanas. Recordé que así lo hacía Norberta, hasta que un día las sábanas no bastaron y jamás volvimos a verla; se esfumó de la nada – Norberta era mi hermana -.
Bajé muy temprano. Él estaba sentado en el lugar de siempre, con los brazos cruzados y los ojos fijos en el centro de mesa. Cuando reparó en mi presencia giró y me enfocó con su mirada ansiosa:
- ¿También los oíste? – me preguntó.
- No solo lo escuché – respondí -, pude verlos…
Se quedó callado y miró a la puerta, buscando que yo también mirara. Estaba entreabierta y el candado casi derretido.
- Debemos irnos, no correré el riesgo de que también desaparezcas.
- Podemos cazarlos. No son muy distintos a nosotros…
- ¡Calla!
- Conocemos bien el lugar, podríamos colocar trampas…
- No seas insensato, ¡guarda silencio!
- Trampas para lobos, papá. Hay suficientes en el antiguo gallinero.
Apretó la quijada y, pasados unos segundos, me ordenó: trae todas las que puedas, al menos lo intentaremos.
Pasamos el día colocando los artefactos, empezando desde la parte más lejana, poniéndolas de adelante hacia atrás, para evitar caer nosotros mismos. Era raro, pero incluso los pájaros no daban señales de vida…
Ya por la noche y refugiados en nuestro escondite escuchamos los crujidos de las ramas y la ventisca que precedía a sus apariciones. A lo lejos empezaron a sonar los resortes metálicos y las pinzas cerrándose.
Un alarido, dos alaridos, largos, extraños, inhumanos, hicieron eco.
- Han caído dos – susurró papá -, ¿cuántos contaste anoche?
- Cinco.
- Bien, pues quedan tres para nosotros, en el mejor de los casos.
Los vimos llegar, y no sé describirlo, pero era claro que en sus facciones había algo parecido a la rabia. Destruyeron el gallinero, buscaron en las camionetas por el derecho y por el revés; entraron y salieron de los chiqueros, volteando hacia todos lados, cazando. Olían todo, tocaban cada cosa con sus largas manos. Y de pronto aparecieron los otros ellos, esos depredadores a los que habíamos temido siempre.
Eran decenas, como nunca vi cantidad de lobos en mi vida. Los rodearon, fieles a su instinto carnívoro. Y empezó el concierto de aullidos, viniendo de todas partes en el bosque, como si tuviesen el poder de multiplicarse.
Apreté la mano de mi padre, y noté que estaba rezando.
El primero de los seres se adelantó, alargando su cuerpo para intentar herir al animal, pero al instante fue alcanzado por unas fauces que se le enterraron en el cuello. Aquellas cosas se defendieron, pero no pudieron con tantos. Sus cuerpos quedaron esparcidos por el terreno, en un festín de mutilaciones y sangre combinada de ambos bandos.
Cuando todo acabó volvieron a sus dominios.
Me hubiese gustado decir que nos defendieron, como si fuésemos uno de los suyos, pero papá fue más práctico: olieron una amenaza para su modo de vida, así que impusieron su ley.
Si aquellos regresan, volverán a ser masacrados. Ojalá los lobos hubiesen estado cuando Norberta se fue…
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