A tus Pies

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Ciertamente nunca se había visto una vivienda en una condición tan más deplorable. Con el paso de los años, había ido adquiriendo una nueva capa de suciedad sobre los ya deteriorados muebles, cuya idea de solución al tambaleo de sus patas era la colocación de una lata de alimento vacía debajo de ellas; en especial en la mesa del comedor, considerando una fortuna que aún se encontrara de pie por completo. Sin mencionar las sillas que aún aparentaban ser capaces de soportar a alguien a pesar del alto grado de estropicio. Y las paredes agrietadas, que solían ser de un blanco brillante habían alcanzado un desagradable color amarillento hasta en el espacio más escondido.

            Con cada día que pasaba, el lugar caía cada vez más en decadencia, por lo que a simple vista causaría que alguien se preguntara si actualmente se encontraba habitado. Pero así era. La mujer que allí vivía realmente parecía haber olvidado la existencia de una labor llamada limpieza, quien había decidido dejarla de lado para abrir camino a la profunda depresión en que se hallaba inmersa. Y no era para culparla en absoluto. Lucina era su nombre.

            Esta condición había ofrecido bastantes motivos para murmurar entre las mujeres de viviendas vecinas, para quienes cada nuevo brote de maleza significaba una razón más para hablar, aunque apenas parecían comprender la situación en que la mujer se encontraba envuelta.

Dispuesta a continuar tal cual, resuelta a que cada uno de sus días sería igual o más miserable que el anterior, por la sucia ventana del frente de pronto veía caminar al más apuesto hombre que jamás haya visto, que de hecho era el único en largo tiempo, ya que la mayor parte del mismo lo pasaba encerrada divagando en algún lugar en el interior de la casa.

El hombre avanzaba hacia a las afueras del pueblo, y por la temprana hora, probablemente se dirigía a su trabajo. No fue hasta después de algunas horas pegada al cristal, expectante, cuando llegado el atardecer, lo vio regresando cubierto de manchas de carbón, por lo que supo que venía de las minas. Desde entonces adquirió el enfermizo hábito de observarlo día con día mientras iba y venía, con la esperanza de que pudiera notarla. Pero no sucedió.

Cansada de esperar lo posiblemente inalcanzable, viendo a través de la ventana y algunas veces atreviéndose a llamar su atención con palabras retraídas y sin éxito alguno, su mente concibió una desesperada idea.

Una vez asegurada de que el hombre actualmente vivía en completa soledad, decidió hacer una visita breve a la mujer más anciana del pueblo, la cual había ganado cierta fama de bruja, sin saber lo que podía esperar de ella.

Caída la noche, para evitar miradas desaprobatorias, caminó hasta la choza de dicha mujer y golpeó la puerta con inseguridad. Para su sorpresa, la mujer sabía perfectamente el motivo de la visita, aunque también pudo haber notado las obvias sesiones de vigilia de Lucina que ya no eran exactamente un secreto para nadie, excepto tal vez para aquel hombre.

“¿Qué tienes para ofrecerme?”, dijo la mujer. “Yo… no…”, comenzó; pero antes de que Lucina terminara de formular su respuesta, la anciana hablaba de nuevo, habiéndose percatado de la evidente carencia de la mujer recién llegada. “Te ayudaré. Solo asegúrate de que sea cual sea el resultado, lo aceptarás inapelablemente”, dijo.

Con estas palabras, al rostro de Lucina regresaba la felicidad que parecía haber guardado tan recelosamente desde siempre, mientras la anciana atravesaba una cortina de cuentas multicolores para llegar a otra habitación y así después de un momento volver sosteniendo una caja de cristal entre sus manos.

Era una hermosa flor de pétalos blancos con un núcleo violeta y un maravilloso resplandor dorado que se manifestaba en presencia de la luz del fuego la que se encontraba en su interior, y la que se suponía tendría que ayudarla, aunque no entendía exactamente cómo. “Inoxia. Haz que la reciba”, dijo la anciana. “La prolongada coexistencia con la planta logrará tu cometido si eres tú de quien la recibe. Eventualmente estará a tus pies”, concluyó.

Lucina abandonó la choza esperando el triunfo que tanto necesitaba. Al día siguiente, incluso antes del alba, dejó la flor a la puerta de la vivienda que diariamente veía al hombre dejar. Su satisfacción dio un súbito aumento al ver como él la tomaba y la guardaba bajo la seguridad de su hogar antes de partir. Cuando pasaba frente a la vieja casa de Lucina y ésta golpeaba la ventana desde dentro para llamar su atención, sorpresivamente el hombre le devolvía una cálida sonrisa mientras seguía caminando.

Era todo lo que necesitaba. Parecía el inicio de una prometedora historia de amor, al menos para Lucina. Pero de pronto, precipitada, decidió que podría no ser suficiente, y volvía constantemente a la choza de la anciana alegando un éxito fallido al entregarla y rogando por otra oportunidad pues ésta podía ser su única esperanza.

La mujer, suspicaz, y cada vez más inconforme seguía accediendo, no sin antes advertirle extremo cuidado pues incluso hasta la sustancia más inmaculada como el agua resultaba letal en cantidades desmedidas. Lucina, ignorando el significado de estas palabras ya se encontraba en marcha.

Armando, de quien ahora conocía su nombre y quien mostraba inusual delirio por Lucina, por supuesto aún ignoraba la procedencia de las flores, y evidentemente no estaba en el plan de Lucina que éste lo supiera, ya que no se encontraba dispuesta a disolver la maravillosa relación que parecía prosperar con cada nueva estrella que aparecía en el firmamento al anochecer.

Cada vez que tomaba la flor, Armando volvía para conservarlas a salvo en el interior de su hogar. Y así llegó el día en que recibió la última flor. Armando acababa de entrar y la puerta aún permanecía abierta, pero el hombre no salió de nuevo hacia la luz del sol matinal, aún después de un prolongado momento en que la mente de Lucina se disparaba.

En un arrebato de inquietud y nerviosismo por saber lo que ocurría, Lucina se dirigió apresuradamente hasta la puerta de Armando solo para descubrirlo yaciendo tendido boca abajo en el piso de madera y sin reacción alguna, con la flor a unos centímetros de sus dedos. A sus pies.

Derrumbándose en el suelo, devastada, entendió la gravedad de su acto. Jamás había sentido tanto arrepentimiento en su vida y por un momento deseó que aquel primer día jamás hubiera ocurrido.

Lucina, quien al jugar con el hilo del destino tomándolo en sus propias manos para lograr su propósito, sin entender que la impaciencia resultaría su peor adversario cuando la esperanza es a lo que debía haberse aferrado; alteró su camino para después encontrar que ella misma estaba terminando con su propia ilusión. Su único y más intenso deseo. Amor.


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