Diario de un viajante: A orillas del mar

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-I-

Las estrechas y encaladas callejas del pequeño pueblo marinero se escondieron por fin entre la penumbra absorbente del anochecer. La plaza se ha quedado a solas con sus recuerdos. Dos pares de mortecinas farolas, bastante distanciadas entre sí, intentan luchar inútilmente contra la espesa negrura que de pronto ha envuelto su entorno; parecen querer hablarse entre ellas como para quitarse de encima el miedo que las atenaza frente a la soledad. Unas risas burlonas se mezclan con los chistes soeces de un par de rezagados borrachos que, mal que bien, consiguen salir por la puerta de la taberna empujados amistosamente por su dueño; agarrándose nerviosamente el uno del otro, después de unos cuantos bailes y tropiezos propios de su más que provocada falta de equilibrio, consiguen sustentarse lo suficiente como para no caer al adoquinado y perderse después entre las sombras en dirección a sus respectivas moradas, deseándose entonces desde lejos con sus lenguas de trapo un feliz hasta mañana.

En ese silencio especial -no del todo callado- todo se impregna del fuerte sudor de las olas que se hacen escuchar en su pleamar con tonos violentos, pero armoniosos, como si cantaran al improvisado oyente una triste canción de amor y rechazo a la vez a medida que avanzan hasta las rocas, rozando y atrapando entre sus furiosas curvas envolventes la esquiva arena de la playa para desaparecer por fin engullidas en el esponjoso lecho de su fina sílice y agonizar entre las espumas de su contenida rabia y la impotencia de no lograr formar cuerpo con ella; pero una y otra vez lo vuelven a intentar, sin lograrlo, aún a pesar de su insistente, pero hermosa, cabezonería.

Las intrincadas redes que los pescadores habían dejado expuestas al secado de aquella primera noche de agosto, casi desgastadas por su continuo uso, aún guardaban entre sus mallas algunos restos -ya casi resecos y en estado de cierta descomposición- de algún que otro pescado de desecho que, por lo indigerible y desabrido de su carne, ni siquiera habían tenido la suerte de contribuir con su muerte para aplacar al menos el hambre de los famélicos gatos que deambulan por los alrededores del pequeño puerto, siempre al acecho de la oportunidad y la rapiña de la salobre carnaza.

De vez en vez, también se unían a ellos una pareja de perros callejeros que debieron perder la tutoría de sus fallecidos amos y se convirtieron sin quererlo en pulgosos libertos descubriendo por fin ese mundo exterior del que tanto desconocían. Pese a las naturales fobias de unos y otros, ambas especies, felinos y cánidos, en estas contadas ocasiones procuraban ignorarse con la meta común de procurarse el frugal festín de la manera más plácida posible, manteniéndose a una distancia prudencial y respetando el territorio ocupado por el contrario.

La llegada de los cánidos abría un juego táctico entre ambas facciones: mientras la pareja de perros se limitaba en principio a estudiar la situación a una distancia prudente, los gatos empinaban sus lomos erizados y se hacían fuertes en número defendiendo con bufidos de advertencia el extremo más alejado de las redes. A esto se unía el brillo fantasmagórico de sus pupilas en medio de la oscuridad, verdes unas veces, amarillas otras pero siempre espeluznantes, creando con ello un clímax idóneo para dejar bien claro a sus indeseados invitados de mesa cuáles eran los límites de su sagrado territorio. Los perros enseguida entendían el mensaje y se limitaban a volver la cabeza y a escrudiñar con su fino olfato el otro extremo para seguidamente localizar los pequeños y ocasionales bocados que engullían a todo correr sin apenas masticarlos. Acabada la limpieza, y sosegada en lo posible la implacable gazuza de ambos, otra cosa cantaría…

Pero esa es otra historia.

-II-

El pueblecito costero apenas da asilo a un centenar de personas que viven exclusivamente de la pesca, de un pequeño rebaño de cabras y ocho viejas vacas que malamente surten de la leche necesaria para trocar su nata en suculenta mantequilla; mientras que de aquellas lanudas chivas, aunque dan gran trabajo al pastor -a la vez alcalde, cartero y antiguo practicante sanitario del poblado del que no se ha librado de sus pinchazos trasero alguno de los allí residentes- vale la pena probar esos untuosos quesos extendidos en un verdadero pan candeal que se paladean en boca con dulces sabores de hierba fresca y flores silvestres.

Los más pudientes, por llamarlos de esta forma tan pretenciosa y suculenta pero tan alejada de la realidad, disponen de unos pequeños terrenos donde cultivan mancomunadamente los huertos que dotan a la mermada población de las principales hortalizas y tubérculos. Son gente pobre y sencilla; no pasan hambre, cierto es, y aunque carecen de todos esos lujos, excesos y comodidades de nuestra insalubre y urbanita vida actual, ellos dicen que con eso tienen de todo y no necesitan de más cosas. Aquí la vida transcurre a caballo de la tranquilidad y el buen hacer de sus gentes, entre la incertidumbre del mar y el sosiego de la plaza del pueblo, donde los más viejos (mientras el resto de los pocos hombres no tan maduros salen a partirse el pecho en la mar) se cobijan en la taberna y juegan en respetuoso silencio al dominó mientras sorben muy poquito a poco unos chatitos de un vino blanco, producto casero de unas pocas cepas, embocado, algo pálido, turbio y lechoso, muy agradable de tomar.

Pero en ambos lugares se ven siempre los mismos rostros curtidos por el trabajo y la experiencia de la observación. Son mujeres y hombres de un tiempo estancado en la bondad de un momento más humanizado… Somos nosotros hace un siglo, un punto de retorno que incita a retomarnos en nuestra naturaleza más ancestral para poder sentirnos de nuevo como realmente nos crearon, desnudos, débiles y expuestos a la crudeza de un mundo que siempre exige de nosotros el más duro trabajo y la continua observación para seguir aprendiendo día tras día que la vida hay que ganársela por méritos en la lucha.

-III-

Hoy te levantas sin ganas, contrito, como queriendo exonerar tu culpa por dejar aquel lugar. En un par de días será esa primera vez en que echarás de menos esta grata experiencia. Habrán sido siete días inolvidables sumidos en las entrañas de un extraño tiempo pasado que jamás olvidarás. Hasta echarás de menos el pútrido olor del pescado echado a perder; y sobre todo a esas gentes entrañables que te ofrecieron su casa, la desinteresada amistad y sus pocos bienes para disfrutarlos contigo al mismo tiempo; a esos últimos borrachos que siguen cantando noche tras noche las mismas canciones que hablan de la mar, del vino, de malas mujeres e historias inventadas de enormes monstruos marinos, mientras el dueño tira de ellos hacia el exterior y les cierra las puertas de la vieja taberna, la única que sirve a su vez de alcaldía, tahona y botica…

Pero sobre todo tu mente claudicará ante la pena de abandonar el canto inolvidable al anochecer de esas vivas olas en la pleamar, sufriendo en tu interior sus llantos al desaparecer engullidas en el esponjoso lecho de la arena que acaban de golpe en las rocas; mientras tú, sentado en la orilla y expuesto en la roca más cercana donde te han salpicado tantas veces con sus blancas manos, has dejado caer esas cien lágrimas tan salobres como sus propias aguas, por fin has explotado en loca alegría al sentirte orgulloso de tanta belleza regalada y, para no perderla nunca y gozar para siempre en sus caricias y embates, has soñado con ser una estatua hecha de su fina sal y disolverte poco a poco en su espuma tras observarla mil años seguidos agonizando contigo desde sus pies…

-IV-

Aquella mañana no estaba ni placentera ni muy dispuesta a alegrar mi paseo por la bonita y sinuosa avenida que besaba la orilla del mar. Palmeras y naranjos se habían puesto de acuerdo en acompasar sus hojas en favor de la dirección que el fuerte viento del este imponía a todo ser viviente. Mientras, en tanto que invocaban algún que otro respiro a sus racheados embates, agradecían mudos las escasas gotas de lluvia que por el momento traía consigo, sirviéndoles así de fresco lavado con el que aliviar el polvo salino acumulado meses antes en un estío tan desacostumbrado y fuerte como aquel, al parecer el mayor conocido en esta región mediterránea durante la última década.

El pequeño pueblo no era sino el asentamiento de unas cuantas familias cuyos ancestros quizá tuvieran sus raíces en aquellos marineros comerciantes venidos de la antigua Fenicia que, enamorados de la placidez y belleza de estas costas, decidieran quedarse y mezclar su sangre con la de sus pocos habitantes. Forjarían así un destino muy diferente al que la naturaleza tenía previsto para ellos, en esas pocas veces que una de las Moiras -las metódicas y sistemáticas diosas que tejen el destino del hombre- se despista, no consigue enhebrar su hilo en la aguja y la alocada inmediatez de su trabajo permite a un ser humano privilegiado decidir por su cuenta el camino a seguir. Es cierto que son muy pocos los casos; pero, a juzgar por la singularidad de estas gentes, no dudaría en afirmar que éste fuera uno de esos rarísimos errores de las míticas hilanderas.

Desde la ventana de mi dormitorio observé que un cúmulo de nubes se acercaba a la costa augurando una de esas tormentas que el aire y la lluvia se entremezclan para prohibir el paseo al viandante. Pese al mal tiempo, me dije que los dos últimos días que disponía debía aprovecharlos hasta el límite; y así fue como tomé con premura el chubasquero y salí del hostal para dirigirme sin más dilación al paseo marítimo y saciar de  nuevo mi pituitaria con el salobre olor de la mar.

Quería gozar de la rusticidad del lugar como el que busca cobijo entre los suaves pechos de una madre. Me había propuesto olvidar para siempre mi último fracaso literario y necesitaba de esa paz interior que tan sólo podría ofrecerme el abrir mis ojos a lo natural, al quehacer diario de la sencillez desprovista de morbos y vanas costumbres, a la contemplación de la vida desde un ángulo muy distinto al que esta decadente sociedad nos tiene acostumbrados desde muy niños; en definitiva, a disfrutar en cámara lenta de esos momentos maravillosos tan olvidados por el urbanita, como el sonido de las olas rompiendo furiosas contra las rocas, o el estridente graznido de las gaviotas reclamando a las olas quién sabe qué, o -quizá lo mejor de todo- el estimulante cosquilleo de la espuma marina retrayéndose entre los dedos de mis pies desnudos jugando con los diminutos gránulos de sílice que tan amorosamente blanquean la playa.

En esos momentos en que todo se contrae en la mente, en ese instante en que lo que te rodea llega a ser parte de ti mismo al absorberte y te sientes deliciosamente acoplado al Todo, me vino a la memoria el estribillo de un poema o cancioncilla que había leído de joven en no recuerdo qué viejo y “más-que-usado” librillo de tercera o cuarta mano (adquirido seguramente por muy poco precio en una de esas tiendas de feria, tal era el poder de mi bolsillo) cuya lectura me causó una sensación aún perdurable en el tiempo, haciéndome entonces recapacitar sobre muchas e interesantes cosas respecto de la debilidad del hombre:

"Vives impertérrito y ausente de la vida,

y reclamas mil placeres por sentirla tan de cerca,

porque crees ser su dueño,

mas ignoras que apenas eres sueño,

que en vapores se convierte, que es muy terca

cuando llega a su final, la muy creída..."

Con estos pensamientos estaba ensimismado (reconozco mi extraordinaria propensión a la abstracción, no sé si buena o mala, esa es la verdad) cuando, sin darme cuenta, casi me topo con uno de los pocos norayes existentes en el mismo límite del embarcadero que servía de amarre y cobijo a las diez o quince barcazas de pescadores que aún lograban subsistir malamente con el escaso producto de su trabajo en la mar. El pulpo, la anchoa y el abadejo eran casi las únicas especies que habían logrado sobreponerse en cantidad suficiente a unas condiciones cada vez más insoportables para la vida marina.

En estos tiempos, la pesca no resultaba fácil para esos esforzados marineros que antaño conocieron en sus aguas más de doscientas especies en que faenar; bien es cierto que a costa de refrenar sus capturas y respetar el ciclo natural de la vida como si de un dios quebradizo se tratara. Pero el destino ha querido que su respeto no sirva de gran cosa; y no porque abandonaran irresponsablemente sus esmerados cuidados, sino porque la manzana emponzoñada no tiene salvación, y así el corazón humano de unos pocos, hambrientos de riquezas aún a costa de todo y de todos, se abandona a la desidia y pierde su esencia humana para convertirse en un simple músculo insuflador de avaricia y pobreza, siempre en perjuicio de los más débiles.

Cabría preguntarse entonces si no somos el resultado de una evolución equivocada; y en esto sí tiene algo que responder la propia Naturaleza.

Una ráfaga de viento seguida de una finísima lluvia me azotó la cara haciéndome recapacitar y bajar la vista para darme cuenta a tiempo de que estaba al borde mismo del embarcadero con el peligro que suponía perder el pie y caer entre aquellas procelosas aguas que anunciaban claramente sus malas intenciones; pero, aún así, hermosas y pletóricas de fuerza, dotadas de su poder misterioso, dueñas de esa libertad sin límites y, a pesar de ello, condenadas irremisiblemente a la pérdida definitiva de su preciada pureza.

Sin quererlo (quizá fuera un acto reflejo de mi semidormida conciencia) una lágrima me asaltó a traición recorriéndome pausadamente el rostro para mezclarse con las primeras gotas de una fina lluvia y la salobridad de la brisa que lo acariciaba. Algo me dijo que no merecía estar allí y me pareció que las olas me echaran en cara las ignominias padecidas por la Naturaleza, haciéndome sentir pequeño y miserable… Entre silbidos, parecía que todas las ninfas de los manantiales se habían concentrado en aquel lugar junto a las sirenas de Ulises para susurrarme al oído sus enconados cánticos:

"Entre la tierra y la mar confluye el viento

que las separa, mas las fusiona entre sollozos;

de aquí la espuma del fiero mar, de aquí el esbozo

que pinta con óleo azul su fresco aliento.

 

Contra la mar y la tierra rompe sus lanzas

el hombre inane, y las maltrata por simple juego;

está muy ciego, habrá venganza,

el mismo hombre chasca la mecha, ardiente el fuego..."

Quizá fuera por mi natural forma de ser, en el sentido de que siempre he temido al misterio y la parte truculenta de la mitología; quizá porque mi estado anímico había dejado de ser el más propicio para disfrutar del paseo; lo cierto es que esas voces interiores me influyeron un tanto y estuve a punto de dar la vuelta y refugiarme en la posada hasta que el buen tiempo hiciera de nuevo su aparición.

-V-

Estaba a punto de retraer mis pasos cuando, al cabo de unos segundos,  me percaté de algo realmente fuera de lugar en aquel entorno cuasi hostil: un pescador sentado al final del embarcadero tiraba fuertemente de su caña desafiando al viento y la lluvia como si la climatología en contra no fuera con él. Cierto es que el aire había amainado un poco y la lluvia aún no arreciaba tanto, pero tampoco era muy normal lo que mis ojos estaban contemplando. Sorprendido por aquel extraño cuadro, me fui acercando hasta aquel hombre; al llegar a su lado traté de trabar conversación con él, saludándole con amabilidad:

-Buenos días, señor… aunque éste no sea muy bueno, que digamos... ¿Qué tal la pesca? Parece que el tiempo no acompaña mucho, ¿verdad?

El hombre, un anciano de blanca y larga barba que no ocultaba del todo un rostro curtido por grandes arrugas, me miró desde su asiento con cara displicente y se dirigió a mí con unas misteriosas palabras:

-Siéntate a mi lado, hijo; y, por favor, mantén tu silencio, que la mar llora mientras te escucha…

Me quedé perplejo, no esperaba sentirme tan incómodo y halagado al mismo tiempo, pero esa fue la sensación que me transmitió al reflejarse en mi cerebro aquella hierática frase respecto de un mar… ¿en "llantos"?

-Perdone, no quería molestarle…-intenté excusarme.

-No molestas, hijo… Sólo calla y escucha sus lamentos. Mientras tanto, déjame que la siga aliviando en lo que pueda…

El viejo pescador me dejó intrigado. Aquellas frases no tenían sentido, llevándome a pensar que seguramente la locura y su avanzada edad habían hecho presa en su cerebro.

Desafiando también al viento y la lluvia, acepté por curiosidad su invitación y me senté a su lado con cierta desconfianza para observar de cerca su extraña forma de actuar.

Confieso que me dejó estupefacto la maestría con que utilizaba la caña de pescar y la enorme velocidad que imprimía a sus movimientos; visto y no visto, una vez que notaba en sus manos un mínimo tirón desde el anzuelo, con enorme celeridad retraía el sedal, desenganchaba la pieza y, sin que diera la más mínima oportunidad a mis ojos para admirar por un segundo el valioso trofeo obtenido, lo metía en su cesto de mimbre para cerrarlo después con un desenvuelto movimiento de codo que se me antojó antinatural en un hombre de tan avanzada edad.

Esto lo fue haciendo una y otra vez sin perder ese frenético ritmo, hasta que perdí el sentido del tiempo y me cansé de contar las veces que repetía las decenas y decenas de su reiterativo ir y venir: del sedal a la cesta y de nuevo el anzuelo a la mar, una y otra vez, una vez y otra; y yo ser incapaz de discernir en ninguna de ellas el pez llevado al morral (por usar un término propio de la caza, porque aquello no era pescar, sino pura depredación en el sentido más cruento del término).

-Señor… ¿cuando acabe, me podrá enseñar la pesca de su cesta…? (me atreví a insinuarle picándome la curiosidad, pero con cierto miedo a causarle molestias).

-¡Los lamentos de sus aguas sólo se alivian así...! -exclamó por respuesta-. Pero no son nada en comparación con las que lo ahogan irremediablemente entre lágrimas de sangre. Ellas son muy difíciles de aprehender, se esconden entre el limo y las rocas, no emergen por miedo a seguir sintiendo el dolor de morir; no saben que ese dolor ya no es posible, que por su bien deben morder mis anzuelos para reunirse con sus cuerpos etéreos y disfrutar de su bien ganada gloria… ¡Hay niños…! ¡Hay niños que se niegan, que no emergen jamás…! ¡Los pobres niños reclaman compasión porque siguen sintiendo ese miedo…! -me contestó muy irritado mirándome a los ojos con una furia desatada e incomprensible.

Achaqué a la casualidad que en ese mismo instante las aguas se encresparan también acompañando la irritación del viejo en una extraña y empática sincronía.

No entendía nada; aquellas palabras y su descarado enfado acabaron aturdiendo definitivamente mi siempre ordenada lógica contrayendo al mismo tiempo mi corazón. Quise huir de su lado; el miedo se apoderó también de mi mente pese a ser consciente de que ningún daño podría hacerme aquel anciano, ahora tan hostil y desconsiderado.

Definitivamente llegué a la convicción de que había topado con un loco de atar, pero quizá un loco muy… mmm… “especial”.

-Siento haberle irritado, señor, no era mi intención incomodarle… Le saludo y le deseo buena suerte. Lo siento de veras… -me despedí de él y me incorporé dispuesto a desandar mis pasos y volver rápidamente al hostal.

Sin embargo nada contestó, ignorándome olímpicamente; siguió tirando de la caña con velocidad endiablada, abriendo y cerrando su cesta donde guardara sus invisibles capturas para después volver de nuevo al celo de aquella incomprensible faena.

Tras alejarme unas decenas de metros de él, me di la vuelta, observé por última vez su enigmática figura sentada al borde del mar y creí escuchar cómo repetía una y otra vez esas exclamativas palabras (¡Hay niños! ¡Hay niños que se niegan, que no emergen jamás!) mientras la mar se tornaba aún más áspera y la lluvia no dejaba de arreciar.

Una mezcla de aterrorizados relinchos y lo que me parecieron silbidos de un coro de delfines se hicieron presentes cerca del anciano hasta desaparecer por momentos bajo grandes cortinas de agua, y este particular espectáculo acabó por convencerme definitivamente de que la presencia de mi persona ya estaba sobrando en aquel embarcadero.

-VI-

Ha llegado el momento de irme. La mañana ofrece un sol precioso llenando de armónico colorido la coqueta avenida marítima de este lugar. Recuerdo todavía con resquemor la tarde anterior y el encuentro con el misterioso personaje del embarcadero.

He estado dándole mil vueltas a esa vivencia y me avergüenzo de mi comportamiento. Creo que no debí huir, que tomé una decisión equivocada al irme de aquel lugar, que mi obligación era ayudar al anciano y ponerle a salvo de la furia de aquellas torturadas olas. Me embarga una sensación de remordimiento mezclada con el miedo de que pudiera haber muerto, saber de su desaparición y sentirme el único responsable de ello. Jamás hubiera pensado que mi reacción pudiera llegar a tanta bajeza moral, dejándolo allí, a su suerte negándole mi ayuda. Sin embargo, aún me apego a la idea de que aquel hombre sabía mucho más de la mar que yo… Seguro (quiero convencerme así, para mi descanso) que salió del embarcadero con el tiempo suficiente como para burlar el furioso embate de las olas. ¡Dios lo haya querido así!

Sólo una triste maleta ata mi destino y mi vuelta al trabajo en la oficina del periódico. Allá todo volverá a ser la historia de siempre; caer de nuevo en la cotidianidad del aburrimiento, escribir las mismas petulancias, intentar por enésima vez comenzar sin éxito ese libro que he perseguido durante toda mi vida y -tras una nueva jornada de simplicidad- escuchar tendido en el sofá junto a mi soledad las escabrosas noticias de siempre. Es cierto que las observaciones de este pequeño pueblo me han enriquecido; pero, al mismo tiempo, han creado en mi espíritu unas sensaciones imborrables llenas de inquietud. Creo que mi obligación sería vencer mis miedos y volver al embarcadero, preguntar a los marineros por la suerte del anciano y, en el peor de los casos, asumir mi responsabilidad.

Pero no… Es mejor olvidarlo.

Reconozco que soy un cobarde…

 

Epílogo

Noticia publicada en el Diario La Región:

La estatua en bronce de un anciano pescador lanzando su caña al mar fue instalada en la mañana de ayer por los empleados del Consistorio. El lugar elegido para su instalación ha sido el embarcadero, en el extremo norte conocido como Rompiente de las Mareas. Es obra del escultor autóctono F. de la B. La Cofradía de Pescadores de Santa Virgilia ha sido junto con una pequeña contribución del propio Ayuntamiento la responsable de su donación. Personifica la figura humanizada de Poseidón como un pescador de almas, sustituyendo así su clásico tridente por una caña de pescar y un cesto de mimbre donde las guarda y las protege hacia la salvación eterna.

Una placa atornillada en el dorso de la cesta contextualiza en bajorrelieve su motivo:

«A Neptuno, Pescador de Almas. Que su anzuelo consiga capturar las de los migrantes ahogados y devolverlas al lugar donde el amor y la paz sustituyan al odio, al dolor y al espanto con que perdieron sus vidas por conseguir su libertad. Estatua donada por la Cofradía de Pescadores con la colaboración del Excmo. Consistorio. Es obra del escultor F. de la B., hijo predilecto de esta tierra»


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