El cielo ha amanecido nublado; supongo que por eso noto este peso en el estómago, esta garra que me oprime el pecho.
Las lágrimas, incapaces de abandonar mis ojos, se convierten en frases, en mi pluma deslizándose sobre un papel. Y siento la necesidad de llenarlo todo de palabras rotas, de cubrir las paredes con recuerdos y con nubes, hasta que no me quede en ellas espacio para seguir pensando. Pero las frases se niegan a acudir; las palabras, torpes, se me enredan y se repiten, incoherentes, y sus bordes, como puñales, me hieren cuando intento atraparlas.
El cielo sigue nublado, y yo aún no puedo llorar. Tampoco puedo escribir, ni gritar, apenas hablar. Me siento lejos, como si las nubes cubrieran no solo el sol, sino también mis ojos, y mi boca, y mi pecho. Respiro. Hasta el aire me es extraño, pues está lleno de nubes. Nubes de finales de verano, de días de otoño que se han perdido y de una lluvia que no llega.
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