Vivo en un pueblo pequeño donde es difícil ocultar cualquier cosa.
Una mañana vi a mi hermana dándose un morreo con el hijo del boticario, Marcial. Ella me descubrió y, entre amenazas y dádivas, me hizo prometer que no les diría nada a nuestros padres. Con lo bruto que es mi padre, no era cosa a desdeñar.
Trascurrida una semana, me encontraba en la planta de arriba del granero, leyendo las últimas aventuras de «El Capitán Trueno», cuando los vi de nuevo. Marcial debía de haber perdido algo y lo buscaba entre las ropas de mi hermana. Ella se reía tanto que cayó al suelo. El se cayó sobre ella. En un momento dado, Candela le dijo:
?¿Has cogido de la farmacia? ¡Póntelo, póntelo!
Imagino que se refería al pantalón que Marcial levaba a la altura de las rodillas.
Pensé que ella estaba sufriendo por los grititos que profería, pero no hacía otra cosa que exclamar:
?¡Más, más!
Me cuidé muy mucho de mencionar nada de lo que había visto en el granero, pero para mí que, ese día, mi hermana cogió frío.
Pasadas varias semanas, Candela empezó a encontrarse mal. Vomitaba mucho y la comida le producía muchos gases a juzgar cómo se le empezó a inflamar la tripa.
Aunque mi hermana solo tenía diecinueve años, allí estaba vestida de blanco, camino al altar. Llevaba muchos gases en la tripa, pero estaba muy guapa. Marcial la esperaba seguido por mi padre, quien le tocaba la espalda con un objeto largo tapado con la misma manta con la que envuelve su escopeta de caza.
Tengo un sobrino muy guapo al que han puesto el nombre de mi padre.
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