Esta mañana, cuando he despertado, la cortina seguía ahí, como el dinosaurio de Monterroso.
Cuando volví en mí el primer día, solo recordaba haber bebido en exceso, que una voz grave me lo recriminaba y que me llevaban en volandas antes de perder por completo la consciencia.
Cuando me vi en este cuartucho, con una resaca de aúpa, hallé a mi lado una nota manuscrita conminándome a que no descorriera bajo ningún concepto la vieja cortina que tenía frente a mí.
«Si descorres la cortina, ya sabes lo que te espera». Eso es todo lo que decía la nota.
Yo, que soy por naturaleza muy curioso, debo reconocer que abstenerme de fisgonear me tiene perjudicado. Es como una tortura psicológica. Pero, aunque es cierto que me muero de ganas por ver qué hay al otro lado de ese andrajoso cortinaje, no me arriesgaré a ser castigado solo para satisfacer mi curiosidad.
La última vez que entró uno de mis carceleros para traerme mi escuálida ración de comida, le pregunté qué era eso que guardaban con tanto celo ahí detrás que no querían que viera. Por toda respuesta, recibí un tremendo empujón que me lanzó contra el camastro, cayendo sobre él como si fuera un muñeco de trapo.
Hoy es mi tercer día de encierro y ya empiezo a creer que estoy perdiendo la razón. De vez en cuando me parece oír un rumor, pero no sé de dónde procede.
Ya sé que pretenden poner a prueba mi obediencia, pero esto ya se ha convertido en un juego ridículo. Lo malo es que empiezo a sucumbir a la tentación. Ya no puedo esperar más tiempo a desvelar el secreto que se oculta frente a mí. Hoy, después de cenar lo haré. Solo será un breve instante, el justo para apartar el cortinaje y ver qué esconde. ¿Se darán cuenta de mi infracción? Espero poder engañarlos, que se cansen y me liberen pronto.
Ha llegado el momento de la verdad. Me levanto del camastro y me acerco a la cortina. Mis manos tiemblan. Cuento hasta tres: Uno, dos, ¡tres!
Lo que veo me deja perplejo. ¿Qué significa esto? Veo mi imagen reflejada en un espejo de cuerpo entero. Dejo la cortina descorrida y me siento en el borde del camastro, pensativo. Y de repente suena una sonrisa que rezuma sarcasmo y que hace que me levante de un salto. ¿Quién es?, pregunto. Y entonces aparece desde detrás del espejo.
—No has superado la prueba, como imaginaba.
—Pero ¿por qué todo este ridículo montaje? —le increpo, mientras él sigue sonriendo malévolamente. Es mi querido y a la vez temido superior.
—Pero ¿acaso no lo recuerdas? ¿Tanto te afectó el vino que te bebiste a escondidas hace cuatro noches? Te encontramos tendido en el suelo del refectorio, completamente beodo. Cuando te amenacé con la expulsión inmediata por haber quebrantado las normas, me rogaste que te perdonara y te jugaste tu permanencia entre nosotros si no eras capaz de resistir cualquier sacrificio que te impusiera. Conociendo tu contumaz rebeldía, decidí poner a prueba tu obediencia. Y ya ves que no la has superado. Ha podido más tu indecorosa curiosidad. Ahora debes abandonar esta comunidad, pues no eres merecedor de formar parte de ella. La obediencia es el voto más preciado en nuestra Orden.
—Pero, Padre, apiádese de mí, no sé cómo pudo ocurrir tal cosa. Cuando desperté aquí, sin explicación alguna, no sabía dónde estaba ni por qué. El alcohol debió mermar mi raciocinio y mi memoria. No recuerdo haberme jugado nada y...
—La nota que encontraste lo dejaba muy claro. No tienes excusa. El mérito de nuestra conducta es que cumplimos las reglas sin rechistar y sin que nos sintamos obligados. La disciplina se lleva en el interior.
—Lo siento, Padre. Yo...
—Yo también lo siento, pero debes marcharte.
Han pasado cinco años desde aquel estrambótico suceso y ya no me duele mi expulsión. Al contrario. Por fin me siento libre y feliz. Doy clases de latín en un instituto de enseñanza media. Vivo muy modestamente, supongo que es la costumbre que adquirí en aquel Convento de clausura. Tengo muy pocas pertenencias, pero poseo lo indispensable para mis escasas necesidades. Hay pocos muebles, pero estoy rodeado de libros. Lo único que no he querido instalar son cortinas. Cuando veo una cortina siento una gran ansiedad. Y cuando me miro en el espejo del baño al asearme, junto con mi cara reflejada, a veces veo, como si quisiera recordarme mi pasado, la del reverendo abad que me salvó de vivir enclaustrado el resto de mi vida. Ya lo dice el refrán: No hay mal que por bien no venga. Y en este caso, además, la curiosidad no mató al gato, sino que lo liberó.
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