Desde hace un par de años vivo en un hermoso apartamento frente al mar, lo adquirí cuando me separé de mi esposa, Begoña, estoy así recomponiendo de nuevo mi vida.
África, que es mi asistenta doméstica, suele tararear bajito canciones de la que me llega sólo la melodía, es una mujer magrebí de una zona próxima a Ceuta, tiene más de cuarenta años, sus ojos son agudos y maliciosos, tiene amplias caderas, andar firme pero perezoso y viste, incluso aquí en casa, a la usanza alauita, cubriendo su cabeza con un pañuelo. Cuando pasa por mi lado deja un olor característico, con un contenido final a especias. Cuando hablamos o se me cruza siempre rehúye mi mirada, sin embargo, compruebo que me observa continuamente. Está pendiente de cada uno de mis movimientos incluso cuando parece estar enfrascada en los quehaceres más diversos de la casa. Mientras guisa emite continuos sonidos guturales, lo hace para ella como si no deseara hacerme participe, al menos, así lo entiendo yo, porque cuando me aproximo a ella calla y no lo hace por prudencia o recato, porque en las ocasiones que debería mostrarse así, opta por la postura contraria acentuando lo que hace mal como desafiándome. Me controla, y a la vez me sirve bien, diría que realiza todas sus obligaciones de forma cumplida. Guarda una etiqueta formal en su relación conmigo, excepto cuando esta enfadada que me obvia. Me dice señor continuamente, me cede el paso, pero no respeta mis espacios privados, espía mis movimientos, curiosea en mis cajones, incluso la he sorprendido oliendo mis ropas y hurgando los bolsillos de mis chaquetas, pero a pesar de todo ello me doy por satisfecho porque sé lo difícil que está la servidumbre doméstica, y porque es hacendosa, y también porque me consta que es honrada.
Como en tantas otras tardes soleadas, en un principio de otoño, estoy echado en el sofá de la pequeña salita frente al mar, más de medio cuerpo descansa apoyado en un un amplio cojín sobre un puf. Llevo días de abstinencia porque la joven con quien juego a enamorarme está ausente y ello me lleva a cierta ensoñación lasciva que me complace.
Por la risita algo ladina de África que suena con cierta proximidad, me percato de la suave erección que emerge de los cortos y cómodos pantaloncitos que uso para relajarme. Me niego a darme por enterado de su presencia, es ella la que debe prudentemente marcharse en vez de apercibirme de mis atributos en intimo estiramiento. Hago caso omiso de su presencia y me regodeo en la sensación placentera, a la que se suma mi virilidad optando por una presencia más ostentosa. Entonces, percibo que África no sólo no se ha marchado, sino que opta por acercarse aún más. No ha producido ruido alguno al hacerlo, pero le delata su olor característico y la sensación de proximidad que me invade. Se que está a mi lado, pero me muestro imperturbable. Unos minutos más tarde siento el contacto de su falda amplia y vaporosa. Estoy sorprendido, pero persisto en mi actitud inhibida. El roce entonces de sus dedos sobre la prenda me entrecorta la respiración, quedo en una posición extraña, diría que permisiva, a pesar de que conscientemente no lo esté. El estado algo aletargado me confiere una especial sensación de abandono y me cuesta reaccionar de una u otra forma. Ella parece cómoda en esta situación imprevista y yo estoy cogido en una especie de red invisible que facilita su actitud. Sus manos suaves pero firmes acogen con mimo mi virilidad que con sus caricias adquieren un tamaño de firmeza envidiable. No opongo ninguna resistencia, me apercibo entonces de que toma nuevas posiciones acomodándose en el suelo junto a mi. Después, siento su aliento en mi miembro ya pleno, lo roza con su cara y por último lo besa con húmedas y torpes caricias de sus labios. Luego siento la avidez de su boca y como su lengua lo busca y juguetea a la vez que se hace patente el descontrol creciente de sus movimientos. Su respiración entrecortada y nerviosa la ponen si cabe más en evidencia, pero la mujer está decidida a todo. Y yo, me dejo hacer porque en este momento soy incapaz de sobreponerme a la excitación e impedir que prosiga en sus juegos. Noto como se aparta de mis unos instantes y entonces se me hace evidente el sonido del movimiento de sus prendas que suben y se abren, a la vez que un fuerte olor de hembra en celo me invade saturando mis sentidos. Se sienta entonces a horcajadas sobre mí y hunde en su humedad ardiente mi miembro hinchado a sus límites. Está muy deseosa y sus movimientos son impulsivos y descontrolados. Mi virilidad le llega a lo más profundo de su cueva provocándole gemidos que van aumentando de tono en la medida que acelera el movimiento. En este momento no sólo no sería capaz de resistirme, sino que mataría a quien intentara parar aquella locura. Me ciego a tal punto que paso de una inmovilidad total a rasgarle las prendas que la cubren hasta la cintura y dejo libre sus pechos grandes y blandos que amaso con mis manos hasta que los cojo con firmeza y tomando impulso con ellos le lanzó hacia arriba varias embestidas salvajes que le rompen cualquier contención y sus gritos acompañan las fuertes contracciones que le provoca el orgasmo que le llega a modo de erupción de volcán, las mismas que me llevan a descargar mi depósito congestionado sumando a sus flujos mi semen consistente e impulsivo.
Cuando todo ha terminado quedo en la misma actitud que al principio, me abandono en un estado de semiinconsciencia complaciente. Al poco vuelve África, esta vez sus pasos son decididos y se hacen notar, le oigo cierto trajín en la mesa contigua y a continuación soy objeto de unos cuidados inimaginables, por su delicadeza y ternura. Con esmero y devoción me asea con agua tibia y gel, dándome al final un suave masaje relajante y reparador con un aceite aromático.
La normalidad vuelve de nuevo al despertar del agradable sueño en el que me abandono después de los cuidados de África. Después de aquello la situación parece no haber cambiado, nos seguimos manifestando con la brevedad de siempre, ella sigue llamándome señor como antes y sirviéndome en igual forma. Todo parece olvidado, pero una semana después, ya de noche y recién acostado, le oigo entrar en mi habitación. Noto como se me acerca y, como su vestido amplio se roza con la colcha, luego su olor inunda mis sentidos, acto seguido percibo un suave roce de su mano, parsimoniosamente recorre parte de mi cuerpo, hasta detenerse a la altura de mi miembro. Éste, como por ensalmo y en fracciones de segundos pierde su flaccidez. Me falta la fuerza de voluntad necesaria para resistirme a esta nueva invasión suya, debo oponerme ya que soy consciente del riesgo que asumo con mi permisividad, quiero ser fuerte pero entonces ella retira la sábana que me cubre y pone en libertad mi potencia acentuada ya en sus límites, entonces sólo tengo capacidad de hacerme a un lado para que ella se acomode.
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