Solitario descanso

Un anacoreta mundano, vestido de gala, observaba atento las cualidades superfluas del mañana. Veía con aspecto cansino el alrededor de su muelle, cohibido de las preocupaciones abstractas de su memoria. El pasada le apetecía grosero, y sus ensueños se encaminaban en el buen venir. Osease, resultaba un tipo oligarca, sumido en interpretaciones obscenas, mal aventuradas, en tanto pudiera dar prueba alguna de su conocimiento social. Era eso, un solitario, un religioso; un hombre solo y triste sentado bajo la quejumbrosa realidad absuelta del pecado del hombre. Ex profeso, mantuvo serenos soliloquios consigo mismo, lo que supuso, siendo un tipo promiscuo, llamadas egocéntricas por parte de aristócratas descontentos de su mal fortunio, quienes lo tildaban de loco. Para vivir, primero debes morir muchas veces, decía Bukowski. El presbítero lo sabía, pero era eunuco, y comprendía que las mujeres no se aferrarían a su cuerpo tanto como él se aferraba al conocimiento. Entonces la vida le sedujo hermosa, y era extremadamente vivaz al resaltar grandes impunidades sociologías de tempestades vertiginosas, aquella insoslayable realidad adversa, la cual llamamos Vida. La locura era preciosa, codiciada por el hombre cuerdo. Pretérito, él condujo su mirada por pabellones repletos de reos convertidos al protestantismo. Luego pasaba al agnosticismo y por último al ateísmo.  Más que una cárcel, parecía una iglesia de meditaciones plausibles. Oh si hubiesen visto a ese anacoreta mundano en días bellos, lo hubiesen percibido textualmente categórico pero increíblemente ingenioso. Antes de cantar el papagayo de media noche, el presbítero tomo sus manos y le rezo al Dios de la cordura. Al levantarse por la mañana, cambio de religión, pues su Dios había muerto.