EL ALUMNO

Desde el primer momento, ese alumno me produjo inquietud. Tenía una mirada desafiante que mantenía ante cualquiera. Era brillante, pero no sé cómo,  sus notas siempre reflejaban algún punto por encima de lo que yo le había asignado en los exámenes.

Se llamaba Ángel Constantino Aido.

Recuerdo en una ocasión en clase mientras resolvíamos el área comprendida de  una curva. El estudiante que trabajaba en el problema delante de la pizarra dijo con resolución:

—La solución es 666 u².

Alguien comentó que era el número del Demonio. Acto seguido, el crucifijo que se encontraba sobre el encerado cayó al suelo haciendo un ruido considerable. Se hizo un silencio sepulcral y todos nos miramos sin decir una palabra. Todos menos Ángel que no levantó la cabeza del cuaderno sobre el que escribía y dibujó en sus labios una sonrisa que, todavía, no me atrevo a valorar.

Hace un par de meses se declaró un incendio en la capilla del instituto. Cuando las llamas empezaban a apoderarse de todo, Aido, se introdujo entre las mismas para salir al cabo de unos minutos con el cuerpo, todavía con vida, del sacerdote con el que había rebatido las tesis de San Agustín durante las clases de filosofía. Las ropas del alumno estaban algo chamuscadas, no así su piel que sorprendentemente no presentaba la más mínima herida.  

Cuando nos reuníamos los profesores era inevitable que este alumno saliera a colación. Mi colega de Literatura lo calificaba como un experto en la obra «Fausto» de Goethe.

Acabó el curso con éxito y me alegré de no tenerlo de nuevo en mis clases.

Jamás tuve contacto con sus padres. Tampoco necesité llamarlos por un mal comportamiento o por bajo rendimiento escolar.

El día que entregaba las notas finales a los estudiantes, vino a recogerlas el propio pupilo. Hablamos muy poco. Le felicité y a continuación introdujo el boletín de calificaciones en su carpeta sobre la que se podía leer su nombre:

                                                                        ÁNGEL C. AIDO