Ya no repican las campanas

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Don Pascual camina con parsimonia apoyado en su bastón de viejo, arrastrando sus pies artríticos hasta llegar al portón de la iglesia antes de las ocho, y levanta la mirada, como buscando a Dios entre las rendijas de la enorme mole de roble que permanece hermética, como si nunca se hubiera abierto. La misa de ocho era lo único que le quedaba, pero el cura también se había ido y nunca le llegó reemplazo.
Repite la rutina todos los días, como si fuera la primera vez.

—Qué raro, hoy no va a haber misa —se dice a sí mismo, y se encamina hacia un banco de la plaza en el que se ha sentado desde tiempos remotos, cuando terminaba el mercado o esperaba a ver como revoloteaban en estampida las golondrinas tras las campanadas que anunciaban la misa de cinco. De eso ya han pasado muchos años, en ese pueblo ya no repican las campanas, las golondrinas se acomodan a sus anchas en el campanario que ya han hecho suyo.
Don Pascual se sienta con lentitud en un extremo del banco, temblequeando su bastón, que empuña con sus dos manos entre las piernas, y observa lo que queda de su pueblo.
Al frente, la casa municipal, decrepita y triste, con su puerta principal clausurada con un candado oxidado y maleza creciente sobre el tejado que amenaza con derrumbarla. Y colindando a la derecha, sobre un muro de hormigón, aun leía: “OFICINA DE ASUNTOS MINEROS, trabajamos por la prosperidad de la región”. De la esquina contigua, aun recordaba las tres casas blancas, uniformes, de tapia pisada y teja española, que habían sido derrumbadas para dar paso a la gran estructura de metal que sería el gran hipermercado, que duró lo que el proyecto de extracción minera, ahora era una maraña de vidrios rotos entre fierros carcomidos, reclamados por un zarzal.

Como en una ensoñación, entremezclaba su presente con colores y sonidos del pasado, se sentía poseído por la algarabía del viernes, en esa plaza de mercado donde él y sus paisanos vendían ovejas, papa y legumbres que producían en el páramo, y se aprovisionaban de víveres y frutas, que otros mercaderes traían de pueblos templados. El mercado transcurría en un frenesí de feria que se repetía los viernes desde los remotos tiempos de la Colombia republicana. Era el eje social y comercial en los pueblos olvidados del páramo, hasta que fue descubierto oro en sus entrañas y de repente sus gentes fueron expropiadas en nombre del progreso de la nación.

La compañía minera llegó como un aluvión y tras ella, hordas frenéticas de desarraigados trashumantes venidos de cualquier parte, atraídos por la promesa de prosperidad.

Tras la diáspora que siguió la retirada del complejo minero después de cuarenta años de explotación de oro, solo un viejo, su mujer y un perro se quedaron para encarnar el vestigio de un pueblo alegre y con identidad propia que en nombre del progreso de la nación fue condenado al exterminio.


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