Un día más Juan se sintió atrapado por la rutina y la soledad. Tenía un trabajo fijo y bien remunerado, una vida cómoda y salud. De lunes a viernes, al volver a casa, se relajaba viendo alguna serie o leyendo algún libro. La llegada del fin de semana despertaba en nuestro protagonista sentimientos encontrados. Por un lado, al principio, la idea de llegar al hogar y tener tiempo de descansar le producía cierto regocijo, por otro, la soledad que le esperaba le abrumaba.
Por fortuna, una vez al mes salía con sus compañeros de trabajo. Era hombre de pocas palabras, pero su inteligencia y capacidad para inventar vivencias le permitían tomar parte en casi cualquier conversación. De cara a los demás era alguién normal.
Lo peor eran las vacaciones, días y días en los que los otros decidían ir a viajar, disfrutar de conciertos, amigos, familia.
Las vacaciones provocaban angustia en Juan. Lo primero, elegir los días sin ningún tipo de ilusión, habitualmente quedándose con lo que sus compañeros de departamento descartaban. Lo segundo, responder a la maldita cuestión, "¿dónde vas a ir de vacas?" que sus colegas formulaban con buena intención, pero que para él solo significaba angustia. "Todavía no lo sé, supongo que descansaré que falta me hace." respondía para salir del paso ocultando con una media sonrisa el sabor amargo que llenaba su boca llena de mentira.
El ser humano tiene una capacidad asombrosa de adaptarse y pasado el momento de tristeza, Juan se engañaba así mismo creyendo que lo que el hacía era vivir, creyendo que un día alguién, una vecina, un encuentro casual, un cambio en la rutina, traerían el cambio.
Los años pasaban, el mundo cambiaba, incluso a peor, pero Juan seguía atrapado en su burbuja. Poco a poco había ido perdiendo la consideración hacia todo, era educado, pero todo le importaba un pimiento, el propio trabajo le importaba bien poco. No quería destacar, no quería crecer, el cinismo alimentaba cada uno de sus comentarios. De hecho, fantaseaba con que un día la empresa quebrase o alguién decidiese prescindir de sus servicios. Si le echaban, con un poco de suerte, algo cambiaría.
Un día más miró su cuenta bancaria, tenía dinero, no era una fortuna pero le permitiría hacer cualquier cosa y sin embargo, la rutina, el miedo al cambio cortaba toda iniciativa de raíz. Volvió a casa odiándose a si mismo. Su cama vacía, nadie a quién acariciar, nadie de quien recibir calor. Silencio, ausencia de palabras, ausencia de compañía.
Estaba harto de ser el único que tocase su cuerpo, harto de no tener con quién comentar las series que veía, harto de no tener con quién discutir, de no tener a quién agradar. Harto de enamorarse de un país al que viajar, de pensar en cien actividades que hacer allí y darse cuenta de que en soledad aquello no tenía sentido y una vez más, cobardemente, abandonar el proyecto.
El dinero en el banco, atrapado, maldito. Los fríos números creciendo mes a mes, alimentando la maldita jaula de oro en la que vivía, la maldita prisión que le estaba llevando a la locura.
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