Sentíase cansado y decidió cortar el ritmo de sus propios latidos; el camino estaba casi andado y su decisión ya era irrevocable. Si algo en esta vida le había agobiado con una fuerza irresistible fue esa sensación de encontrarse sin espacio para huir. Sentirse acorralado, sin posibilidad de escape, había sido su mayor terror desde niño. Recuerda ahora las nerviosas tiritonas que se apoderaban de su pequeño cuerpecillo cuando su madre apagaba la luz, iba cerrando la puerta del dormitorio y, a modo de despedida, dejaba leer en sus labios su dulce canturreo: “Hasta mañana, mi pequeño ángel; duerme… duerme…”. Ella no podía imaginarse los temores que crecían en aquel cerebrito cuando se llegaba a extinguir el difuso hilillo de luz que, poco a poco, dejaba morir el cierre de aquella odiosa puerta: “¡Blooommm!”… sonaba en su interior, como si las pesadas y enormes cadenas situadas en la entrada del gran castillo alzaran con estruendo su sólido puente levadizo e hicieran imposible cruzar el negro foso que rodeaba tamaña fortaleza, dejándolo aislado y solo, expuesto a la tremenda frialdad del páramo.
¿Y después?… Después el silencio, el silencio de su propio respirar cuasi agónico; el silencio del ulular del viento en el exterior; el silencio del roce de sus almidonadas sábanas contra su joven e inocente piel; el silencio del tic-tac en aquel redondo y feo reloj fosforescente que odiaba con todas sus fuerzas; el silencio de la maldita oscuridad… El silencio… ¡El silencio!… Odiaba el silencio de todas aquellas cosas que le hablaban y se carcajeaban de él sin producir sonido alguno provocándole el inmenso terror de sentirse acorralado. Y esas voces… Esas lastimeras voces interiores que le susurraban truculentos cuentos de desenfrenadas orgías, de feroces y hercúleos animales sedientos de carne, de apestosos cadáveres vivientes que le perseguían hasta el último escondrijo… ¡Odiaba esas voces! “¡Mami,… mami,… mami…!” –balbucía entonces aterrado, aun a sabiendas de que no vendría, persuadido de que sus ruegos de socorro jamás serían escuchados. ¡Dios!… ¡Esas voces!… ¡Le habían estado torturando tantos años…!
Pero la niñez pasó y hacía mucho tiempo que la madurez le había cubierto de labrados surcos, aunque no fueron necesarios muchos; su querida madre ya no le despedía con aquellos canturreos deseándole buenas noches con la mágica frase que él tan sólo intuía: “…Duerme, duerme, mi pequeño ángel…” Aquello tan sólo era ya un lejano recuerdo de unos labios vagamente dibujados tras la rendija de la odiosa puerta que seguía cerrándose en la habitación a cámara lenta.
Experimentalmente ya sabía que esos temores no le conducirían a nada, excepto a la locura. Y no estaba por la labor de seguir torturándose. “¡Nadie es perfecto!”– se dijo. Había nacido sin oídos y sus apéndices auditivos apenas significaban unas pequeñas membranas casi transparentes que, más que tapar, intentaban ocultar los feos conductos que desembocaban en unos tímpanos absolutamente duros e inservibles.
El hecho de haber nacido sordo no le supuso una gran decepción; sólo cuando tuvo conocimiento y razón de que la ausencia del sentido le había privado de momentos tan deliciosos como escuchar la voz de su madre o el amor envolvente de una buena melodía, entonces sí se había sentido injustamente tratado. Por lo demás nunca llegó a importarle.
Pero la lectura le sirvió de mucha ayuda. Dio gracias a la suerte por permitirle conocer el mundo a través de los libros. Primero fueron los tebeos. Le encantaban. ¡Eran emocionantes! ¡Qué tiempos! Los que su madre le procuraba siempre eran ilustrativos e inteligentes, y a través de ellos asimiló conceptos como el amor, la guerra, el odio, el valor, el dinero, el… sssexo. Sí; también el sexo. Pero… ¡qué le importaba el sexo! Nació sin él; ni uno ni otro, ni mixto ni compuesto. Pronto olvidó ese concepto pues nunca alcanzó la pubertad. Después se adentró en la lectura de los clásicos… Calderón, Shakespeare, Cervantes, Chejov, y tantos otros. Idolatraba la tragedia griega, Sófocles, Eurípides… Y sufría vivamente con la epopeya de la Divina Comedia de Dante… Todos ellos hicieron brotar en su corazón sentimientos muy fuertes, emociones muchas veces contenidas que cuando vencían (casi siempre) hacían aflorar las lágrimas en sus ojos. De ahí surgió una enfermiza necesidad de poder plasmar negro sobre blanco sus propias historias. Pero, desgraciadamente, eso no pasó. Tras la muerte de su madre ya no pudo refugiarse en la lectura; sus benditas manos ya no estaban para acercarle el libro y pasarle las páginas, esas manos tan delicadas, tiernas, siempre limpias y oliendo a amor… Y él… había nacido sin brazos.
Fue pasando el tiempo y supo refugiarse sólo en el pensamiento y prescindir de la necesidad de reubicarse, ya que, al carecer de piernas, la capacidad de locomoción no le había sido permitida por el buen Dios, y otra cosa ya no le era autorizada por la naturaleza. Por eso pensó, pensó y no paró de pensar. Y en su desgracia pensó que tampoco era para tanto; que le había sido concedido el bien de la vida y la capacidad de pensar. Para una personita como él era más que suficiente…
Con el tiempo se había convertido en un consumado escritor: escribía, escribía y escribía sin tomar descanso, llenando miles de folios en blanco con maravillosas historias en las que imaginaba desde pequeños cuentos infantiles y deliciosos poemas de amor hasta tremebundos relatos de horror que superaban las más tétricas fantasías del gran Poe…
¡Lástima que fuera manco y todo quedara escrito en su prodigiosa mente…!
¡Lástima que fuera mudo y no pudiera contarlo…!
Pero se estaba quedando ciego y ahora sí que no tenía espacio para huir de sus terrores, del sepulcral silencio, de aquellas voces que seguían torturándole hora tras hora, noche tras noche. Estaba muy cansado y no quería continuar sufriendo aquella locura; y así, poco a poco, fuese consumiendo por inanición hasta lograr un buen día ver por fin la única puerta de salida a sus sufrimientos.
Y pasaron los días, y los meses, y los años tras su muerte hicieron de él puro pensamiento… Por fin, tras el cristal del frasco, sin ataduras, sin cadenas, sintiose inmensamente feliz por ser un pequeño cerebro metido en formol.
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