Denunciar relato
Salió del baño y el televisor estaba prendido, olía a café colado, el presentador rebuznaba unas noticias trasnochadas. "Por qué repiten esas noticias todas las mañanas”, preguntó una mujer. “Repiten novelas de más de diez años no van a repetir las noticias de ayer”, respondió él y el silencio convino. “Además a la gente le gusta, se identifica con ellas, una eterna repetidera". Era curioso como hace feliz la infelicidad ajena, pensaba aunque no lo pudo expresar.
Intentando llegar al comedor pasó la salita de un mueble, más no alcanzaban por cuestiones de modernidad y tropezó con la máquina de ejercitarse, la miró molesto, una única vez había servido. Recordaba que su mujer se le encaramó en el almacén para comprobar que tenía el tamaño adecuado para ella. “Esto sólo sirve para estorbar”, reflexionó y se encogió de hombros, a fin de cuentas la había comprado a cuotas iguales y no sentía el gasto, además prestaba un gran servicio como tendedero de toallas en la caja de fósforos que habitaban.
Se sentó a la mesa, notó que le sirvieron huevos revueltos aunque era sabido que los prefería fritos. Decidió no averiguar aunque suponía que era el recorte diario que sufría su plato en los últimos tiempos. También el pan había mermado y eso si lo alarmó. “De ahora en adelante les toca de a uno, irán acostumbrándose”, renegó la mujer. Amilanado se guardo algún comentario.
Una vez consumido el diezmado desayuno, como al trabajo no le merman ni un minuto, el apuro le cogió y con él a todos como a diario y casi huyeron de la casa. La señora salió un poco después. “Voy a dejarle unos brillos labiales y una pestañina a la veci, y a que me devuelva las revistas”, informó a su marido, más por costumbre que por apego. “Con eso que vos ganas nos va a tocar desayuno de café y pan”, agregó, mordaz. “Como todos en este país”, pensó él.
A media mañana regresó con sus revistas debajo del brazo, puso los brillos y la pestañina que no le habían recibido porque no eran del color que aparecía en el catálogo sobre la mesa, abrió la nevera, sacó un conchito de leche pulverulenta en el asiento de la olla, “qué vergajos, para que les rinda le echan harina, ¡ladrones!”, la mezcló con el café que se calentaba, lo sirvió en una tasa plástica y quedó acongojada con el resultado: el líquido no era ni negro como el tinto, ni blanco como la leche, más grave, ni café como el café con leche, asemejaba el color molesto del agua sucia. Quiso tomárselo, pero se acordó del recorte panadero y no fue capaz. “Tomar café sin pan es como no tomar nada”.
Se acomodó en su sala-comedor-cocina de interés social, prendió la tele, estaban repitiendo una novela. Se acordó de lo dicho por su marido, que la vida era una eterna repetidera sin finales felices. Asintió con la cara fruncida, subió el volumen, se tomó el agua sucia sin pan y resignada frente al fogón se propuso cocinar lo que hubiera en la alacena como todos los días.
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